Archivos de historia del movimiento obrero y la izquierda, nº 24
marzo 2024 - agosto 2024
ISSN 2313-9749
Centro de Estudios Históricos de los Trabajadores y las Izquierdas

¿Es posible una definición? Elementos para pensar la especificidad del movimiento estudiantil en América Latina


Denisse de Jesús Cejudo Ramos

ORCID: 0000-0001-6608-572X
Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación
Universidad Nacional Autónoma de México - Ciudad de México, México
denisse.cejudo@gmail.com

Resumen: Los movimientos estudiantiles constituyen una dimensión relevante en la historia contemporánea de América Latina, estos son reconocidos como un objeto de estudio complejo por su heterogeneidad y la diversidad de contextos en que se construyen. En este trabajo argumento que, aunque se ha avanzado en el conocimiento empírico de los movimientos, son pocas las propuestas para pensar las particularidades de la categoría en términos metodológicos. Por ello pongo a discusión que, a pesar de su singularidad como proceso, hay elementos que nos permiten identificar su especificidad como estrategia de análisis: el conflicto, los sujetos y la educación como productora de sociedad.

Palabras clave: Especificidad – Categoría – Movimiento estudiantil – América Latina.

Título: Is a definition possible? Elements to think about the specificity of the student movement in Latin America

Abstract: Student movements constitute a relevant dimension in the contemporary history of Latin America; they are recognized as a complex object of study due to their heterogeneity and the diversity of contexts in which they are built. In this work I argue that, although progress has been made in empirical knowledge of movements, there are few proposals to think about the particularities of the category in methodological terms. For this reason, I discuss that, despite its uniqueness as a process, there are elements that allow us to identify they specificity as an analysis strategy: conflict, subjects, and education as a producer of society.

Keywords: Specificity – Category – Student movement – Latin America.

Recepción: 12 de diciembre de 2023. Aceptación: 29 de febrero de 2024

* * *

Introducción

La historia de los movimientos estudiantiles en América Latina es un campo de estudio amplio en el que se dejan ver, sobre todo hacia la última década, diversas miradas y la confluencia generacional de estudiosos que debaten el rumbo de la producción de conocimiento. Las recientes discusiones, especialmente desde la conmemoración de 2018, han destacado áreas de oportunidad para identificar cuáles son las coincidencias, diferencias y conexiones de los movimientos estudiantiles en la región desde distintas escalas.

Durante septiembre de 2023 se realizaron, en la Universidad de Buenos Aires, las IX Jornadas de estudio y reflexión sobre movimientos estudiantiles en las que se incentivó la participación de personas expertas, pero con diversas posturas sobre la temática (Pis Diez y Seia, 2023). Este espacio, que impulsó el especialista Pablo Bonavena junto a Mariano Millán y Juan Sebastián Califa (2006) hace ya casi dos décadas, tiene por objetivo crear un punto de diálogo productivo entre activistas y académicos, pero también es un espacio para generar balances acerca de las investigaciones sobre Argentina y Latinoamérica.

Los debates durante estas jornadas, más allá de mostrar la novedad de los casos de estudio y las fuentes de información, revelaron tensiones sobre una cuestión que considero fundamental: la necesidad de definir, o no, la categoría movimiento estudiantil e identificar elementos que nos permitan observar su distinción como instrumento analítico. En la producción reciente se proponen algunos elementos para reconocer su especificidad, lo que permite formular inferencias sobre las posibles coincidencias, como son el lugar de los sujetos (Klemencic, 2022; Aranda, 2000), las escalas (Pis Diez y Seia, 2024; Markarian, 2019), lo organizativo (Bessant et al., 2021), los ciclos de movilización (González y Markarian, 2021; Ordorika, 2022), la dimensión política (Della Porta et al., 2020; Bonavena y Millán, 2018), la dimensión social y cultural (Donoso, 2022, 2023) o su potencial como categoría inconclusa (Dip, 2023).

El objetivo de este artículo es explorar –no de manera exhaustiva sino como una provocación, en el mejor sentido– elementos para el debate incipiente sobre lo común al momento de acercarse a investigar sobre el tema; mi interés no es definir que son iguales o que se ciñen a ciertas características, sino poner a consideración que existen elementos que le otorgan especificidad a este sujeto colectivo como objeto de estudio. Para lo anterior pongo a discusión que, a pesar de su singularidad como proceso, hay elementos que nos permiten identificar su capacidad analítica: los sujetos, el conflicto, y la educación como productora de sociedad.

Con la finalidad de cumplir el objetivo, el texto está organizado en una primera parte en la que expongo algunos argumentos sobre la hegemonía del esencialismo desde el que se plantean los análisis; por lo anterior, sugiero utilizar como estrategia la delimitación de los procesos empíricos en plural y la categoría en singular, al menos en términos de supuestos. En la segunda parte, me refiero a la heterogeneidad como un instrumento que posibilita la toma de decisiones para la investigación y, finalmente, en la tercera parte, esbozo tres elementos como punto de partida para discutir la especificidad del movimiento estudiantil en América Latina.

El movimiento estudiantil, ¿en singular o plural?

El surgimiento de la movilización por la Reforma en Córdoba, durante 1918, inauguró las discusiones sobre la capacidad de acción de los estudiantes como sujetos políticos que pensaron la educación, en general, y la universidad, en particular, como posibilidades para modificar su sociedad (Buchbinder, 2018). Aunque en los últimos años se habla de manera crítica sobre la proyección de la Reforma en la región latinoamericana, parece que los matices de los escenarios nacionales o locales siguen sin erosionar los abordajes del movimiento estudiantil en singular.

Cuando planteo la dimensión singular me refiero a las posiciones que sugieren que el movimiento estudiantil, como proceso histórico, es una forma de acción colectiva que está dada y solo deben proveerse determinadas condiciones para su emergencia. En este sentido, la escala regional se traslada a los casos nacionales –puede pensarse también en términos de latencia (Melucci, 1989)– e identificamos al movimiento estudiantil chileno, cubano o mexicano para ubicar sus características en términos de lo fáctico, ya sean sus objetivos, repertorios de lucha o contextos políticos.

La pregunta que orienta esta reflexión gira en torno a observar cómo experiencias tan diversas se analizan desde una misma categoría de comprensión denominada movimiento estudiantil (Acevedo y Samacá, 2011; Marsiske, 2006, 2015, 2017; Donoso, 2017, 2022). Más allá de las condiciones históricas específicas ¿qué función juega en términos de presupuestos para la investigación? Considero que es productivo discutir cuáles pudieran ser algunos elementos que permitan observar en conjunto estos fenómenos sociales, políticos y culturales protagonizados por los sujetos estudiantes.

Cuando nombramos en singular los procesos empíricos, es importante reconocer que acudimos a un esencialismo como presupuesto. Me refiero a que nombrar, por poner un ejemplo específico, al movimiento estudiantil argentino en singular (Millán y Seia, 2019) refiere a un símbolo inacabado que es subsidiario de las luchas o las expresiones políticas de los estudiantes a lo largo del tiempo. En este sentido, podríamos inferir que el movimiento estudiantil existe en sí mismo, en esencia, por lo que se refiere a un proceso de larga duración en el que emergen, a veces por etapas o por generaciones, diversas formas de acción estudiantil que lo aglutinan. En pocas palabras, analizaríamos un fenómeno constante que se hace visible en diversos contextos a lo largo del tiempo y no, como proponen Gabriela Gonzalez y Vania Markarian (2021), un proceso complejo, contigente e histórico como los ciclos de movilización.

Es común encontrar investigaciones que se apegan a las distintas propuestas sobre los movimientos sociales para definir a su sujeto colectivo de estudio (Zermeño, 1978; Cruz, 2016; Cejudo, 2019; González y Markarian, 2021; Ordorika, 2022), pero también hay quienes han considerado, fuera del escenario regional, distanciarse o comprometerse con el término. Donatella della Porta, Lorenzo Cini y César Guzmán-Concha (2020) optaron por orientar sus indagaciones a partir de la categoría “política estudiantil”, debido a que los sujetos que investigaron eran tan diversos que acercarse desde la categoría “movimiento estudiantil” acotaría sus posibilidades analíticas, pues los consideran actores transitorios. La definición que les permitió tomar la decisión es la de Jungyun Gill y James DeFronzo quienes lo delimitan como:

un esfuerzo relativamente organizado por parte de un gran número de estudiantes para lograr o impedir cambios en políticas, personal institucional, estructura social (instituciones), o aspectos culturales que involucran acciones colectivas institucionalizadas o no institucionalizadas o ambas simultáneamente (2009, p. 208).1

En este caso, los autores proponen que la decisión de observar al movimiento estudiantil como categoría se realice a través de tres elementos: la cantidad de participantes, una organización observable y el esfuerzo para lograr o impedir cambios de cierto tipo. En este sentido, parecería que el movimiento se produce solo cuando es visible en el espacio público y busca disputar decisiones frente a los agentes poderosos. Aquí estaríamos en una posición que debate con el esencialismo, ya que no considera todas las formas de expresión pública organizada de las comunidades estudiantiles en la categoría.

En este sentido, Nicolás Dip (2023, p. 17-21) presenta una síntesis de las discusiones sobre la categoría en América Latina. En ella sugiere que se trata de todo tipo de expresiones políticas (espontáneas e institucionalizadas) de colectivos estudiantiles que se expresan de manera organizada y supone que la condición “educacional” es constitutiva, en términos de sus objetivos de movilización, por su condición social. Algo para destacar es que pone sobre la mesa que “su constitución depende de cada contexto y circunstancia” (Dip, 2023, p. 20); en ese sentido, podemos inferir que refiere al mismo tipo de procesos cuando menciona activismo, movimiento, política o protesta estudiantil. Entonces, si pensamos en cada proceso como único, ¿por qué les llamamos a todos movimiento estudiantil?

Según la experiencia de producción historiográfica en la región, los movimientos estudiantiles también son los procesos vividos y experimentados que se nombran así por quienes los conformaron, como una categoría nativa (Friedemann, 2017). Por lo anterior, tendemos a trabajar desde el sentido común, tal como ya lo han planteado críticamente Brian Dill y Ronald Aminzade (2010), al considerar a los movimientos como unidades empíricas que no tienen un punto de origen ni son resultado de procesos que los configuran, sino que están ahí esperando aparecer en escena. Los elementos que expongo intentan polemizar sobre el tema y no acreditar o desacreditar una definición, lo que pretendo es que se explicite que no hablamos de lo mismo cuando mencionamos al movimiento estudiantil, como categoría, y cuando referimos a los movimientos estudiantiles como fenómenos sociales.

Retomo los argumentos expuestos hasta ahora para mostrar tres posiciones que definen al movimiento estudiantil a partir de la primacía de una dimensión. La primera la considera un paraguas que abarca todo proceso de lucha estudiantil; la segunda atiende a observarlo frente a quién emerge, es decir sus oponentes, y cómo se visibiliza. Finalmente, la tercera se centra en los objetivos que les impulsan a conformarse como colectivo. Como podemos observar, las diferentes posturas aportan desde sus intereses particulares y escuelas teóricas implícitas, pero toman decisiones sobre lo que las hace singulares.

Cuando refiero al esencialismo, discuto con aquellas posturas que consideran que los conflictos son en sí mismos los movimientos estudiantiles y no entornos en los que se producen, como si no hubiera origen o proceso de construcción. Los puntos que pongo en cuestión en las siguientes páginas no intentan ser una “definición de manual” sino elementos que orienten en la observación del objeto histórico y dinámico, especialmente cuando nos acercamos por primera vez al campo. Lo anterior, con la intención de prestar atención más allá de la auto adscripción de quienes los conforman o de las asignaciones éticas, políticas e ideológicas que les conceden quienes los investigan.

La heterogeneidad como estrategia para observar

Los especialistas ponen cada vez más el acento en las diversas formas que toman los movimientos estudiantiles y las múltiples posibilidades de reproducirse a partir de su historicidad; es por lo que considero pertinente proponer que la heterogeneidad (Cejudo, 2019), como una estrategia de observación, puede orientar en la toma de decisiones para acercarnos al tema. Si bien el espacio y el tiempo son condiciones de posibilidad para que surjan (Dip, 2023, p. 21), se trata de factores generales, y a veces ambiguos, que tendrían que vincularse a su constitución interior y al dinamismo de los procesos.

La heterogeneidad, como un primer paso para la investigación, es una acepción que nos permite abstraer al sujeto de estudio para discutir diversas dimensiones que podrían componerlo. Tomo la decisión de iniciar con las formas de organización, cuestión que delimita en numerosas ocasiones la caracterización del proceso empírico, esto porque atiende a las formas que los sujetos eligen para generar consensos, a partir de distintas maneras de distribución de poder. La definición de cómo se toman las decisiones, y con ello la concreción del objeto de la movilización que provee un exterior constitutivo coherente, abre posibilidades para indagar desde diversas aristas.

En términos organizativos, prestamos atención al movimiento en su conjunto y, dependiendo de nuestros intereses, nos acercamos a los reajustes constantes en sus relaciones internas, pero también con los actores externos, ya sean oponentes, aliados o no interesados (Tilly y Wood, 2010, pp. 27-28). Esto nos muestra que pensar la heterogeneidad sitúa en la complejidad a un actor dinámico, que está en constante tensión del cambio y la continuidad, es histórico no solo por su contexto sino en su propia construcción interna.

Con relación a lo antes expuesto, las identidades políticas son una dimensión que ha permanecido en las discusiones sobre el movimiento estudiantil al precisar su carácter progresista. La noción de heterogeneidad concede la facultad para diversificar la mirada entre diversos puntos de la geometría política, pensar en izquierdas y derechas, con todos sus matices, nos permite evidenciar que no hay solo una forma de expresión política de estos sujetos colectivos e incentiva a abandonar de manera categórica las lecturas normativas o morales que le asignan solo intención de cambio y no de permanencia (Gill y DeFronzo, 2009).

Al delimitar nuestro sujeto colectivo también se retoman sentidos comunes que las diversas historiografías nacionales sostienen como relatos hegemónicos (Jiménez, 2018) y que, a partir de tipologías de sus repertorios o formas de acción pública, definen si se acercan o no al modelo de movimiento estudiantil que consideran ejemplar. En el caso mexicano, por ejemplo, se utiliza el modelo de la representación construida por los actores sobre el movimiento estudiantil de 1968 en la Ciudad de México y que fue caracterizado como “pacífico” respecto a sus repertorios de movilización. Esta característica define al movimiento estudiantil desde lo empírico y lo normativo, no se trata como un elemento de observación sobre los diferentes repertorios posibles que se adaptan a sus culturas políticas (Cejudo, 2020).

Cuando aludimos a los repertorios como violentos o transgresivos, podemos tener diversas referencias para nombrarlos que están condicionadas por las experiencias previas, normas, arreglos, creencias y actitudes en términos de la política de las sociedades en las que emergen (Sánchez, 2008). Aunque puede parecer obvio para quienes son conocedores de la materia, cuando nos enfrentamos a la historiografía encontramos asignaciones arbitrarias que expulsan a diversas acciones colectivas del campo de los movimientos estudiantiles por su posición ideológica, por sus formas de protesta, por sus objetivos o por las propias características de los estudiantes que las protagonizan (Cejudo, 2017).

La caracterización de los sujetos puede ser variable, pero hasta ahora sigue dominando la postura de que los movimientos tienen sus orígenes en las clases medias (Marsiske, 2011). Esta posición nubla la visión sobre las tradiciones de lucha de otros estudiantes que no son universitarios y que se enfrentan a escenarios distintos, tanto de contexto económico-social como a sus culturas políticas. También posturas emergentes consideran que esta categoría –clases medias– simplifica y no es productiva para acercarse a la discusión sobre los movimientos estudiantiles (Califa, 2014). El mapa de las instituciones educativas se ha modificado sustancialmente en los últimos siglos, podemos observar estudiantes en el ámbito rural, de origen indígena o campesino, pero también aquellos insertos en el espacio urbano tanto en instituciones de carácter público como privado.

Si consideramos la dimensión externa del movimiento podemos examinar, por ejemplo, el sistema político o el sistema educativo como condicionantes para la reproducción de la acción colectiva. Este abordaje abre oportunidad para situar al objeto desde otra mirada, pues facilita el reconocimiento de oponentes o escenarios de diverso tipo que se convierten en insumos para sus reclamos y configuración de sus identidades. Desde otro horizonte, en esta delimitación externa también ponemos atención a los actores que fungen como aliados que se realinean en el tiempo y pueden condicionar su trayectoria.

Como vemos, pensar desde la heterogeneidad como posibilidad para la reproducción del movimiento abre opciones en lugar de limitar. Pone al objeto de estudio en condición de cambio constante e implica el reconocimiento de la diversidad hacia adentro y hacia afuera del sujeto colectivo. De igual manera, esta observación previa implica el reconocimiento de la pluralidad y al mismo tiempo genera redefiniciones en las ideas de política, pues el ejercicio de poder se considera en un escenario dinámico y no lineal o mecánico.

Hasta aquí mi intención es mostrar una pequeña pincelada de las múltiples líneas a las que nos acerca la noción de heterogeneidad cuando la usamos como estrategia para descomponer las partes del sujeto colectivo. Sabemos que la realidad es una urdimbre, pero nuestro trabajo consiste en realizar las distinciones analíticas para una comprensión compleja y no única de lo social. Por lo anterior, creo que este ejercicio de acercamiento puede sensibilizar para un acercamiento a la categoría pues, si son tantos elementos por revisar, ¿qué los une?, ¿qué los hace comparables?, ¿qué elementos les permiten identificarse en el escenario transnacional?, ¿por qué tradiciones políticas tan diversas como la mexicana y la argentina siguen nombrándose movimiento estudiantil? ¿O se trata de una aspiración a concretar a manera de utopía?

Elementos para explorar la especificidad del movimiento estudiantil

En este apartado, tras tomar la decisión2 de diferenciar la categoría del proceso histórico y considerar a la heterogeneidad para un primer acercamiento al movimiento estudiantil, expondré tres elementos como propuestas tentativas para pensar la especificidad del objeto de estudio. En las páginas anteriores exploré la delimitación de la categoría, pero también la atomización de las dimensiones posibles para el análisis; estos extremos parecerían contradictorios, pero lo que busco son conexiones posibles para construir una categoría productiva que no atienda solo las características fácticas de los procesos.

Conflicto

Cuando inicié la práctica docente sobre esta temática reparé en una confusión repetitiva de quienes observamos, nombramos como “movimiento estudiantil” a aquellos procesos de los que generalmente el movimiento es una parte. Por lo anterior, considero el conflicto como un elemento que condiciona la construcción y sostenimiento de los movimientos . Esta idea tiene tras de sí una histórica serie de discusiones desde las distintas ciencias sociales sobre sus capacidades analíticas, pero para este caso me apego a una acepción que los reconoce, de manera general, como procesos en los que existen discrepancias de posiciones y que para gestionarlas se incentiva la participación de dos o más actores (Giménez y Azzolini, 2019).

Los movimientos estudiantiles, así como otras expresiones colectivas, tienen un inicio. No creo que el trabajo de los especialistas sea ubicar el punto cero de la movilización en cada estudio, pero sí puede tener en cuenta que el actor colectivo se produce o se construye en escenarios de conflicto. Por poner un ejemplo, para el caso argentino se refiere que el movimiento “existe” debido a la trama organizativa que se autodenomina de esa forma, tiene una agenda constante y parece no estar a merced de las coyunturas. Retomando el conflicto, podemos proponer que, si bien hay una tradición asociativa de los estudiantes, esta trama emergió condicionada por un conflicto que les asignó identidad, objetivos y que, históricamente, van modificándose a partir de momentos de disputa.

El conflicto emerge como condición para que los sujetos definan su lugar social por afinidad o por oposición; en el caso de los movimientos estudiantiles, este nos permite observar más allá del actor colectivo en el momento de coyuntura, para entonces reconocer su historicidad, construcción y reproducción. Esta posición invita a observar al otro o a los otros que delimitan también las capacidades de cambio o permanencia, mismos que se ubican como objetivos de estos sujetos.

En este sentido, pensar el conflicto como origen, no significa eliminar experiencias previas, tradiciones, culturas políticas, identidades, etcétera; por el contrario, invita a ubicar, desde la distinción analítica, la conformación específica de los movimientos estudiantiles sin esencialismos. También nos invita a reflexionar sobre el conflicto como algo constitutivo de lo social y de lo educativo (Ordorika, 2001).

El sujeto estudiante

Aunque debatir sobre el sujeto estudiante parezca una discusión poco productiva, como elemento para reconocer la especificidad del movimiento estudiantil considero que es fundamental sugerirlo por su potencial explicativo (González y Markarian, 2021). Cuando nos acercamos al campo de conflicto podemos observar que los estudiantes son muy distintos y, por lo mismo, no todos están disponibles para integrarse en la gestión del conflicto, es decir, para participar en política. Por lo anterior, es importante ubicar cuáles son las nociones desde las que se erige una posición activa de la condición estudiantil y qué representan en las sociedades desde las que organizan colectivamente.

El estudiante es un sujeto histórico que va modificando su lugar social en la trayectoria de la región y fue especialmente en la transición al siglo XX cuando se visibilizó como un actor con incidencia en lo social (Marsiske, 1989). En la experiencia mexicana, según lo ha investigado Jaime Pensado (2013), hubo un cambio en la idea del estudiante que reubicó a los movimientos estudiantiles dentro de la geometría política frente a los gobiernos. Pasó de considerarse un baluarte de cambio y futuro de la sociedad mexicana en construcción, a la identificación como un problema nacional. Este ejemplo permite ilustrar, desde fuera, su condición dinámica y también nos obliga a preguntarnos cuáles son las asignaciones que suponen deben cumplir para nombrarse estudiantes.

Al acercarnos a los procesos empíricos, podemos identificar en las fuentes de información diversas aristas que nos conceden cuestionar las autoadscripciones de los estudiantes organizados. Estos se sitúan en una posición de privilegio definida por la educación como idea de bien y verdad (en cualquier dimensión ideológica desde la que se posicionen), es decir, que el estudiante se constituye en un actor social influyente –con responsabilidad social– debido al lugar formativo que ocupa y especialmente por las expectativas –futuros posibles– que condicionan su participación política.

Pensar en el sujeto estudiante no puede limitarse a un sujeto inscrito en una institución educativa que forme parte de una acción colectiva. Va más allá de la credencialización, tiene significados en términos de cambio o permanencia social, por ello el sujeto estudiante, como elemento para pensar la especificidad del movimiento, requiere de una precisión en cuanto al papel que va definiendo en el proceso social. Por ejemplo, suelen utilizarse los conceptos de joven y estudiante como sinónimos, pero al acercarnos a la problematización observamos diferencias sustanciales tanto en las implicaciones teóricas como en su capacidad para definir el problema. En este sentido, cabría preguntarnos desde qué noción nos acercamos a investigar los movimientos estudiantiles.

La educación como productora de sociedad

Analizar al sujeto estudiante que se interesa por formar parte de la gestión de los conflictos de orden social convoca a debatir la idea que orienta su toma de decisiones. Desde algunas posturas se asocia al estudiante con la condición de juventud y, a partir de ello, se define su vocación política (Acevedo y Samacá, 2011), pero es importante ubicar esta como una posible dimensión y no como determinante de los movimientos estudiantiles.

Como han planteado algunos autores (Gómez, 2003; Cejudo, 2019; Dip, 2023), una característica que puede esbozarse como específica para los sujetos colectivos en cuestión es la educación. Esta no solo pensada en términos de los saberes, sino de la función social que se le asigna en las distintas geografías, pero también de las diferentes acepciones de los actores inmersos en los procesos educativos. Aunque la definición varíe, considero que pensar esta dimensión condiciona la construcción del consenso para la producción de los movimientos estudiantiles.

Con lo anterior me refiero a que, más allá de los objetivos o pliegos petitorios que se presentan en los procesos empíricos, permea el planteamiento de la educación como una capacidad para influir en la producción, modificación o sostenimiento de lo social. En este sentido, los estudiantes serían portadores de una carga que excede el espacio educativo o el acceso al conocimiento, se asume que el estudiante al ubicarse en un espacio social de privilegio para la observación es capaz de opinar e influir en lo social.

En pocas palabras, pensar la educación como un incentivo para la movilización implica ubicar el lugar del sujeto estudiante en la sociedad, además de reconocer que la idea de educación conlleva una carga de expectativas éticas que son retomadas por los sujetos que buscan reproducirlas. Tomar parte del conflicto, asumirse como un actor social y capaz de disputar lo social, puede brindarnos posibilidades para acercarnos a los diversos procesos empíricos que implican a nuestro sujeto de estudio.

Consideraciones finales

Los movimientos estudiantiles son sujetos de estudio cambiantes, lo son también los acercamientos para explicarlos, es por ello que vemos convivir las narraciones experienciales con la escritura de los actores-autores y posturas académicas que no tienen una relación de historia vivida con las temáticas que indagan. Creo que después de 2018, hemos entrado en una etapa de balance y discusión, en el que se han empezado a distinguir grupos de trabajo, abordajes y posiciones políticas sobre el sujeto en cuestión. Esto, lejos de ser un escenario caótico, abre posibilidades para la discusión productiva sobre categorías y procesos que parecían incuestionables.

Este ejercicio, como anoté desde el inicio, es una invitación al debate y a considerar que tendríamos que ser conscientes de nuestra toma de decisión al momento del abordaje investigativo. Definimos dimensiones, partimos de presupuestos y anclamos nuestras preguntas a elementos que a veces parecen dilucidarse desde los casos de estudio, pero que muchas veces están mediados por nuestra condición política. No se trata de una posición de objetivación, sino de reconocer a partir de qué elementos estamos tomando esas decisiones.

Finalmente, quiero destacar que si bien las tradiciones de movilización en la región o en los escenarios nacionales permiten ubicar especificidades empíricas, estas no pueden ser la condición del abordaje metodológico sino que son también objeto de los análisis. En pocas palabras, esta es una invitación a indagar sobre los movimientos estudiantiles a partir de la complejidad y no de un deber ser.

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1. Traducción realizada por la autora.

2. La idea de “toma de decisiones” para la escritura de este trabajo tiene una función pedagógica, es decir, lo utilizo para evidenciar que existe un momento en el proceso de problematización y definición de nuestros sujetos de estudio en los que jerarquizamos, delimitamos y decidimos dimensiones para observar y generar respuestas.