Inconsciente filosófico e inconsciente ideológico, o sobre la historicidad en Althusser
Resumen: Este artículo explora la noción de inconsciente filosófico propuesta por Althusser a finales de los 60, en el marco de su indagación a propósito de las operaciones de explotación y de apropiación del saber llevadas a cabo por la filosofía tradicional respecto del resto de prácticas sociales. Buscando entender qué significación tiene la categoría de historicidad para Althusser, cotejaremos esta idea con otra similar, basada en el programa teórico del profesor español Juan Carlos Rodríguez, quien trabajó ciertos textos literarios a partir de la existencia de un inconsciente ideológico que definiría el alcance de la subjetividad humana en cada etapa histórica.
Palabras clave: inconsciente filosófico – inconsciente ideológico – Althusser – Juan Carlos Rodríguez
Philosophical unconscious and ideological unconscious: on Althusser’s historicity
Abstract: This article explores the notion of philosophical unconscious proposed by Althusser at the end of the 1960s, within the framework of his enquiry into the operations of exploitation and appropriation of knowledge carried out by traditional philosophy in relation to other social practices. In order to understand what significance the category of historicity has for Althusser, we will compare this idea with a similar one, based on the theoretical programme of the Spanish professor Juan Carlos Rodríguez, who worked on certain literary texts on the basis of the existence of an ideological unconscious that would define the scope of human subjectivity in each historical stage.
Keywords: philosophical unconscious– ideological unconscious – Althusser – Juan Carlos Rodríguez
Recepción: 12 de julio de 2022
Aceptación: 1 de diciembre de 2022
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Las páginas que siguen tienen por objeto fundamental confrontar productivamente algunos trabajos de Althusser que sugieren la existencia de un inconsciente filosófico, con las teorizaciones de Juan Carlos Rodríguez a propósito del inconsciente ideológico (que se exhibiría con especial énfasis a través de los discursos literarios y teórico-críticos). Aunque las Notes sur la philosophie de 1966-1968 donde se enunciaba con claridad una hipótesis explicativa de raigambre explícitamente freudiana sobre el inmovilismo de la filosofía y sobre su clausura interna estaban destinadas a los más próximos y no se hicieron públicas sino póstumamente (Althusser, 1995, pp. 299-348), muchos de los textos cultivados por el filósofo en aquella época y hasta bien entrados los años 70 aluden al supuesto conflicto repetido incesantemente –en este sentido, “eterno”– que se da al menos desde Platón entre las tendencias idealistas y las tendencias materialistas de la filosofía. En este combate, las filosofías idealistas, que han sido las dominantes a lo largo de la historia, muestran su pretensión de poseer la verdad sobre todas las cosas y realidades existentes y aspiran a imponerse como “ciencia superior” o fundamento de la existencia de las ciencias, cuando lo que se está produciendo en realidad es una operación de explotación de las categorías y del saber propio de las ciencias para intentar sojuzgar las prácticas sociales al orden socioeconómico establecido (Althusser, 2017, p. 56).
De este modo, el inconsciente filosófico, como dispositivo de poder garante de la acción de las clases dominantes –esto es, como elemento de la lucha de clases que, además, legitima la división entre los que “saben” y los que no, entre los que piensan y los que trabajan–, actuaría ordenando lo real según el criterio siguiente, que reviste la forma de una representación fantasmática: un Sujeto busca comprender un Objeto y de ese encuentro surge la Verdad. De ello se deriva, porque Althusser así lo explica, que la filosofía es una forma de intervención en el mundo que “ajusta” las prácticas sociales, pero se trata de un “proceso sin sujeto ni fines”, es decir, de una situación que remite en todo caso al desarrollo de la sociedad. Aquí es donde Juan Carlos Rodríguez1 formuló una teoría original, aún insuficientemente reconocida, sobre el nacimiento del sujeto moderno cifrada en el estudio de una modalidad histórica de enunciación poética, que viene a plantear ciertas precisiones en lo que concierne a la cuestión esbozada desde su convicción en la “radical historicidad” de los discursos operantes en el nivel ideológico.
Como se viene haciendo de un tiempo a esta parte (cf. Moreno Pestaña, 2021), se hace necesario seguir explorando esta relación de apropiación crítica del althusserianismo llevada a cabo por Rodríguez, sobre todo en lo que tiene que ver con la reivindicación del “afuera” de los discursos teóricos y literarios, que para el profesor de Granada estaba constituido por la historicidad como lógica productiva misma de los textos y, por tanto, iba más allá de un enfrentamiento entre dos tendencias monolíticas. Así, se apuntará también en qué medida la “nueva práctica” de la filosofía esbozada por Althusser en los 70, de la que el marxismo formaría parte, propone una nueva relación con la historia más cercana a la del inconsciente ideológico.
De la formación social a la (in)consciencia
La relación entre estas dos aparentes modulaciones del inconsciente confluye necesariamente con la importante discusión que se apuntaba ya en Lire le capital sobre si existe una teoría de los modos de producción, es decir, si el materialismo histórico tiene o no un método preciso para el estudio de los modos de producción y de sus aleaciones y sobrevivencias. Ese primer Althusser afirmaba que Marx no nos legó una teoría general de la transición de un modo de producción a otro, pero que sin duda la teoría marxista de la historia es la teoría de los modos de producción. Según Lock (1995, pp. 73-74), Althusser suavizó esa idea a partir del epílogo de 1970 a “Idéologie et appareils idéologiques d’État”, donde el concepto de lucha de clases le sirve para exponer que no existe un mecanismo general (omnihistórico) que regule y resuelva las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, así como tampoco existe una categoría omnihistórica de explotación. Si bien, como señala Sotiris (2022, p. 52), desde “Contradiction et surdétermination” Althusser defiende que el objeto de una posible ciencia de la historia concierne a la historia concreta de las formaciones sociales, o sea, a la articulación y condensación de sus diferentes contradicciones en momentos históricos “únicos”, la cuestión de la transición se revela como un problema teórico que es preciso resolver a través del estudio de los modos de producción considerados. Por su parte, Balibar (en Althusser y Balibar, 1968, p. 222) explica que lo que precipita la transición de un modo de producción a otro es, fundamentalmente, el antagonismo (interior a su base económica) entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, lo cual adopta la forma de una ruptura revolucionaria. Existiría además otra contradicción, evidentemente relacionada con la antedicha y desde luego no del todo exterior a la estructura económica, pero marcada en este caso por la lucha práctica entre las clases. Esta distinción resulta clave para entender la caracterización algo más clara que hace Althusser en Sur la reproduction del modo de producción como la unidad de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción, por una parte, y de la formación social como la convivencia compleja, en una sociedad dada, de distintos modos de producción pasados, presentes e incipientes (uno dominante y los otros dominados), por otra (Althusser, 2015, pp. 54-56). Nuevamente de acuerdo con Balibar, es la combinación diferente de los mismos elementos (fuerza de trabajo, medios de producción, objeto de trabajo, etc.) lo que conforma los distintos modos de producción.
Siguiendo la lectura que hace Moreno Pestaña (2021) del Althusser de 1969, parece claro sin embargo que este último distinguía dos formas de considerar el modo de producción: en sentido estricto y en sentido amplio. La primera opción, a la que se adscribe Althusser no sin antes explorar otras posibilidades, reitera que el modo de producción puede reducirse a la unidad de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, de manera que la superestructura como tal dependería más bien de la formación social (Althusser, 2015, p. 57). La segunda, preferida por Poulantzas y también por Rodríguez, defiende que cada modo de producción cuenta con una superestructura específica. Para Rodríguez (2001, pp. 23-46), en efecto, a partir de cada modo de producción se pueden derivar formas particulares de producción de los discursos. Por ejemplo: el primer mercado capitalista manufacturero generó unas relaciones sociales “nuevas” en las que, por primera vez, la figura del “pobre” no se concebía como “pobre de Dios”, esto es, como un “alma” en bancarrota espiritual, sino como un hecho social, lo cual originó textos –algunos de ellos conformarían lo que en España se conoce habitualmente como “literatura picaresca”– cuyo enunciado era la “vida propia” contada por un “yo” que proyectaba una mirada literal sobre el mundo destinada a aceptar las apariencias, algo visiblemente alejado de las lecturas sacralizadas anteriores. En concreto, la superestructura específica a cada modo de producción actúa, según Rodríguez (2011, p. 30), organizando, gracias a lo que denomina “matriz ideológica”, la lógica productiva interna que sostiene todos los discursos, y que remite a la tipología de relaciones sociales existentes. La “matriz ideológica” funciona produciendo los “núcleos clave” del modelo de explotación necesario para cada modo de producción, es decir, las figuras en las que se encarnan las subjetividades susceptibles de anidar en cada formación social: señor, siervo, amo, esclavo, sujeto… Ese es el principio fundamental de su obra temprana Teoría e historia de la producción ideológica (1974). Con eso quiere decirse que la matriz produce y reproduce las condiciones ideológicas necesarias para el funcionamiento de las relaciones sociales.
Esto último diverge en gran medida con la teorización althusseriana de la reproducción de las condiciones de la producción, por cuanto estimaba que son las prácticas alentadas por los diferentes aparatos ideológicos del Estado las que garantizan la sujeción a la ideología dominante y, por tanto, la reproducción de las relaciones de producción en las que se produce la explotación (Althusser, 2015, p. 129). Para Rodríguez (2017, pp. 29-31) es el inconsciente ideológico segregado desde el interior de las relaciones sociales dadas el dispositivo mediante el cual se estarían creando y reproduciendo en última instancia las condiciones de producción (y el que explicaría el origen y la funcionalidad de los discursos de la esfera pública), siendo los aparatos de Estado los encargados de materializar dicha reproducción. Así, la expansión de la literatura moderna se debió sobre todo a la consolidación de la idea de sujeto libre (para vender su fuerza de trabajo o para explotar a otros) y no tanto a la acción de los aparatos escolares burgueses, que habrían cimentado de esa forma la división social del trabajo, según defendían Balibar y Macherey (1974) en su artículo “Sur la littérature comme forme idéologique”.
Sin desdeñar la importancia de la escolarización, Rodríguez asume que no es esta la que crea la ideología, pues eso implicaría considerar que la ideología es una suerte de “excrecencia” que se deriva del hecho material y no un dispositivo inconsciente segregado desde una matriz histórica particular. Pero permítaseme detenerme en las consecuencias que la concepción ampliada del modo de producción introduce en el ámbito de la subjetividad, que pueden rastrearse en un debate que sacudió el campo intelectual inglés a partir de 1962. Entre otras cosas, las conocidas tesis de los historiadores Perry Anderson y Tom Nairn aspiraban a explicar el carácter pre-moderno del bloque dominante inglés y a entender por qué en Inglaterra no se desarrollaron valores anticlericales ni republicanos de la misma manera que en la Europa continental y por qué allí no se produjeron referentes “clásicos” del pensamiento marxista o de la sociología (Thompson, 2007, pp. 11-18).
Estos autores consideraban que la revolución inglesa no transformó las superestructuras de la sociedad y que la burguesía nunca llegó a constituirse en clase dominante, por lo que fue absorbida en un bloque social único que contaba con la dirigencia efectiva de la aristocracia terrateniente. En la interpretación de Rodríguez (2017, pp. 354-355), esas observaciones concebían la ideología como la “autoconsciencia” de una clase y, en definitiva, como una “visión del mundo” segregada por un sujeto o como el “contenido” de la razón humana en cada clase, época o individuo. En el caso que se analiza, como el “espíritu burgués” (autoconsciencia) no era globalmente dominante, los historiadores presumían que la burguesía como clase tampoco lo era. Eso entroncaba con la tradición empirista inglesa según la cual el espíritu humano concreto que “experimenta” es el sujeto de la historia; para estos historiadores empiristas, entre los que se encontraba también Christopher Hill, la clave de la historia radica en la acción o en las motivaciones que impulsan la acción social o individual (lo que permite hablar, en la línea de Weber, de un “espíritu capitalista”, etc.). El inconsciente ideológico que postula Rodríguez, sin embargo, supone el reconocimiento de la objetividad tanto de las relaciones sociales capitalistas como del nivel ideológico. Existe algo superior a la capacidad de experiencia (y de conciencia de la misma) de los individuos: el inconsciente ideológico; es decir, que la ideología de las clases parece preexistir de alguna forma a los individuos que las conforman y, a la vez, solo se produce, se encarna y cobra principio de realidad en los cuerpos y en las prácticas de estos (textuales y de otro tipo) de manera inconsciente en el momento de su plasmación material, pues no están “hechas” o dadas de antemano.
De alguna manera, cuando comenta que “la eternidad del inconsciente se fundamenta en última instancia en la eternidad de la ideología en general”, Althusser (2015, p. 215) intuye que existe algún tipo de relación directa, que no desarrolla, entre la instancia del inconsciente, tomada del psicoanálisis, y la ideología. Rodríguez se percata de esa vinculación y la hace explícita acuñando el término “inconsciente ideológico”, con el que, por un lado, se opone a la visión freudiana, que Althusser hace suya, según la cual el inconsciente es omnihistórico y pulsional; y, por otro, consecuentemente, enfatiza el funcionamiento diferenciado y específico de la ideología en virtud del período histórico que se considere. Atribuir efectos de eternidad a tales nociones supone incurrir en el olvido antimaterialista de las formas históricas de la individualidad sobre las que la ideología actúa. Con todo, aunque no llegara a aventurar intervalos temporales más concretos, Althusser era profundamente sensible a la presencia de procesos inconscientes de carácter colectivo: en la Réponse à John Lewis, había escrito algo que Rodríguez, en vista de lo anterior, suscribiría: “Nous savons que ce n’est pas la conscience qui est le moteur de l’histoire, même en philosophie” (Althusser, 1973, p. 41). Veremos a continuación en qué medida este encuentro con el inconsciente reviste formas diferentes para los autores considerados.
La historia althusseriana de la filosofía: ¿un horizonte positivista?
El estudio de Rodríguez no tiene como punto de partida los sujetos, sino los conflictos a los cuales estos se ven arrastrados colectivamente en el marco de sus relaciones sociales: en la etapa de transición del feudalismo al capitalismo (siglos XIV-XVI), las formaciones sociales europeas conocen “the intermixture of two competing sets of social relations” procedentes de los modos de producción feudal y mercantilista respectivamente, y cada cual despliega su propia óptica ideológica en la lucha por la hegemonía dentro de la formación social (Read, 2017, p. 159). El terreno en el que se produce preferentemente este combate es la literatura. Encontramos el sustancialismo u organicismo de los sectores vinculados a la nobleza, que admiten aristotélicamente la imperfección del mundo sublunar y para quienes la sociedad se concibe como un cuerpo orgánico estructurado a la manera estamental, por lo que la jerarquización social remite a nociones –también en lo artístico– como la sangre o el linaje. La burguesía mercantilista, por otro lado, se inclina por un animismo de raíz neoplatónica que concibe el cuerpo como el vehículo de un alma bella y no como un signo de corrupción; la virtud o belleza interior se plasma en la composición poética, especialmente con la forma del soneto (Moreno Pestaña, 2022).
Contrariamente, como se ha sugerido, para Althusser (1995, p. 306) no existen ideologías particulares en función de los modos de producción, sino más bien “formaciones ideológicas” capaces de pervivir en diferentes contextos e incluso de animar una revolución ideológica. Teniendo esto en cuenta se entiende mejor el postulado según el cual la filosofía tiene una historia “autónoma” en la cual no pasa nada más allá de la “rumiación”, en el sentido psicoanalítico, del conflicto fundamental entre las tendencias idealistas y las tendencias materialistas (Althusser, 1995, p. 334). Se trata de una tesis que sufre modificaciones sustanciales a lo largo de los años y sobre todo en función del texto que se esté leyendo. En algunos, como la quinta sesión del Cours de philosophie pour scientifiques (1967) o la Initiation à la philosophie pour les non-philosophes (1977-1978), Althusser (2016, p. 228) sitúa en el calendario, aunque remotamente, un comienzo de la historia de la filosofía que tiene que ver con la aparición de la ciencia matemática de la mano de Tales y, de manera más abstracta aún, con el abandono del “saber religioso” en beneficio del “saber científico”.
La aparición de la práctica científica habría sacudido los cimientos del poder político, ligado al saber religioso, al demostrar que los humanos podían obtener el conocimiento absoluto de las cosas prescindiendo de la revelación divina. Los filósofos habrían acudido al rescate del poder para anatematizar esta nueva práctica a los esquemas del orden establecido. Aquí se establece ya el programa esencial de la filosofía: la dominación de las ciencias –que constituyen una “amenaza materialista” contra la ideología dominante– por medio de la usurpación de su propio lenguaje. Esa será, en efecto, la tarea primordial de los “efectos-filosofía”, que es como Althusser designa las operaciones características del inconsciente filosófico. Así pues, la primera lucha ideológica de la historia fue una lucha filosófica puesto que era esta disciplina recién inaugurada la que conseguía unificar en una ideología dominante todos los elementos ideológicos existentes en un período de la historia (Althusser, 2016, p. 232).
La filosofía discurre, así, supeditada a las ciencias, cuyos principales acontecimientos científicos comandan la historia de la primera al imponer períodos de renovación y modificación, de los cuales también participa la filosofía interviniendo en el proceso de producción mismo de los conceptos científicos y, en general, en todas las demás prácticas humanas. Toda revolución científica lleva con ella una revolución filosófica que se apropia de los modos y términos de la primera, y que pelea con las filosofías anteriores que le resultan amenazadoras o incorrectas (Althusser, 1995, p. 306). En Sur la reproduction Althusser argumenta algo que ya se encontraba en las Notes sur la philosophie, cronológicamente precedentes: para que exista la filosofía deben existir en primer lugar las clases y, después, al menos una ciencia. Platón dio comienzo a la filosofía utilizando las herramientas aportadas por la geometría para justificar sus convicciones aristocráticas; y así sucesivamente actuaron en cada época el resto de grandes nombres de la filosofía.
En ese primer capítulo de Sur la reproduction se afirma que la filosofía “no ha existido siempre”, pero para Althusser eso no entra en contradicción con los asertos consignados en otra parte según los cuales la filosofía no tiene un origen ni un fin e incluso es “eterna” (Althusser, 1995, p. 50). La clave para comprender lo anterior radica en que esas transformaciones que la filosofía realiza de la mano de las ciencias, se dice también, repiten siempre algo esencial. No hay duda de que la filosofía interviene en la historia modificando la coyuntura anterior, pero su injerencia consiste en la repetición de un patrón. Rodríguez, que no había tenido acceso a ese texto por su condición de inédito, abría su trabajo con una fórmula casi idéntica (que había tomado con total seguridad de Lénine et la philosophie, publicado en 1969, pero a la que aporta un matiz nuevo): “La literatura no ha existido siempre”. Pero seguía:
Los discursos a los que hoy aplicamos el nombre de “literarios” constituyen una realidad histórica que solo ha podido surgir a partir de una serie de condiciones –asimismo históricas– muy estrictas: las condiciones ideológicas derivadas del nivel ideológico característico de las formaciones sociales “modernas” o “burguesas” en sentido general. (Rodríguez, 2017, p. 5)
La consideración de que la literatura se instituye a partir de discursos cuyo principio básico es ser obras de un autor –es decir, que dicha noción lleva aparejadas las categorías de objeto y de sujeto– solo tiene sentido en el marco de la emergencia, con la aparición de los primeros mercados capitalistas, de la lógica burguesa del sujeto, que proclama la idea de que el individuo es capaz de expresar con originalidad su intimidad, su verdad interior, en un texto que es leído por los demás. Es bien sabido que para Althusser la ideología tiene, como el inconsciente, un carácter transhistórico, en el sentido de que funciona bajo una misma forma inmutable como factor de cohesión social general con el que se garantiza la relación efectiva de los individuos con sus tareas asignadas por la estructura social. Su eficacia queda asegurada gracias al mecanismo de la interpelación, que permite que los individuos se reconozcan a sí mismos como sujetos al ser convocados, como dice Balibar (2015, p. 24), por una “voz pública” que luego los “sostiene” gracias a la acción de los aparatos ideológicos. Como la ideología es eterna, la interpelación también se produce fuera de toda temporalidad, en lo que Lock (1995, p. 79) denomina “ideological «pre-appointment»”: los individuos son “siempre-ya” interpelados como sujetos, son “siempre-ya” sujetos incluso antes de nacer, porque a todo individuo se le presupone una identidad, por ejemplo a través del nombre o de cualquier otro de los rituales que conforman la ideología familiar.
Podría decirse que esta posición hunde sus raíces en “Le marxisme n’est pas un historicisme”, donde ya Althusser (1968, pp. 136-137) argumentaba que el materialismo histórico producía, además de una conciencia del presente, su propia autocrítica de esa conciencia. A este movimiento Althusser le daba el nombre de “primado epistemológico del presente sobre el pasado”, y encontraba su fundamento en el texto de la Introducción a la crítica de la economía política en el que Marx explicaba que, al igual que la clave de la anatomía del mono se encuentra en la anatomía del hombre, las categorías que expresan las relaciones (capitalistas) de la sociedad actual y que permiten comprender su estructura, dan cuenta asimismo de la estructura y de las relaciones de producción de sociedades pasadas. De modo similar, la interpelación supone la proyección de una categoría del presente (la de sujeto) sobre las formas de subjetividad del pasado, consiguiendo así “universalizar” la que corresponde al presente al hacerla extensible al conjunto de épocas de la historia. Para Rodríguez, aunque las categorías activas en el presente ayuden a explicar cómo funcionaban las del pasado gracias a la pervivencia en las primeras de vestigios correspondientes a las segundas, no conviene ignorar que los individuos han sido conceptualizados de manera diferente en función de la matriz ideológica dominante en cada formación social, y desde luego no siempre como sujetos.
Rodríguez identifica tres matrices, que coinciden con los modos de producción considerados clásicamente por el marxismo, a saber: la matriz esclavista, la feudal y la burguesa. Estas reglamentan directamente la manera que tienen los individuos de entenderse a sí mismos y a los demás –y, por tanto, de justificar y de aceptar la dominación– interviniendo en sus prácticas lingüísticas y discursivas. En la matriz más antigua, la individualidad estaba marcada por la relación dueño/esclavo, cuyo inconsciente dictaba que el alma o la razón solo la poseían los dueños, por más que los subalternos pudieran comprenderla. La matriz feudal, por su parte, se condensaba en la relación señor/siervo, de la que nacía un inconsciente que concebía el sentido de la vida como un orden divino dispuesto a partir de la figura del Rey.
La matriz propia del capitalismo inaugura una relación de aparente igualdad entre los individuos, sin la cual el mercado no hubiera podido desarrollarse en condiciones de libre competencia. Los individuos son, ahora sí, sujetos, porque son “libres” para producir y para consumir y no están supeditados a lo que Marx llamaba la “faceta afectiva” de su vinculación con la tierra (Saito, 2022, p. 58). Pero son libres en la medida en que ha tenido lugar una escisión entre quienes trabajan y la propiedad sobre las condiciones objetivas de realización del trabajo, o sea que los primeros han perdido la propiedad sobre sus condiciones de trabajo y deben vender su fuerza de trabajo a quienes poseen los medios de producción. La legitimación de esta coyuntura la aporta el contrato de trabajo, que estipula los términos económicos de una relación contraída en principio por propia voluntad y favorece en cierto modo la adhesión ideológica del trabajador por cuanto la obtención de beneficio por parte del capitalista se da a través de la extracción de plusvalía, lo cual se produce confusamente en el “interior” del propio proceso de trabajo. El trabajador ya no es un medio de producción en sentido estricto, al mismo nivel que los bueyes o los molinos de trigo, sino algo cualitativamente distinto: un sujeto libre, si bien epistémicamente limitado, pues no advierte cómo su trabajo ha devenido en mercancía y en fuente de riqueza (Rodríguez, 2011, p. 32). Aunque liberados de la dominación personal/patriarcal característica de las relaciones sociales previas, los sujetos explotados se encuentran ahora inmersos en las relaciones de dominación impersonales y reificadas del capital.
En la esfera de los discursos públicos y culturales, sin embargo, todo pasa como si estas nuevas relaciones de dominación no fuesen efectivas o, mejor dicho, como si fuesen de todo punto naturales y, por tanto, “necesarias”. Una de las estrategias para ello es la división operada en las formaciones sociales capitalistas entre “discursos literarios” y “discursos teóricos”. Esta categorización binaria designa a los primeros como discursos fundamentalmente lingüísticos y sensibles, lo que quiere decir que su lógica productiva la constituye la expresión de la intimidad del sujeto. Las formaciones sociales precapitalistas, que no se hallaban ideológicamente dominadas por la lógica del sujeto sino por matrices distintas, no establecían tal distinción, o al menos no en la misma medida: ¿cómo diferenciar –se pregunta Rodríguez (2017, pp. 22-23)– los aspectos literarios, litúrgicos o “científicos” de textos como la Biblia, los relatos pitagóricos o el Corán? Hacerlo no es sencillo. La matriz ideológica burguesa opera universalizando los discursos literarios, esto es, exportando la supuesta capacidad expresiva del sujeto sobre su interior a todas las épocas bajo la etiqueta “literatura”.
Parece difícil conjugar eso con el relato utilizado por Althusser para ilustrar el mecanismo de la interpelación: cuando Dios se dirige a Moisés desde la zarza ardiente, lo hace llamándolo por su nombre y designándose a sí mismo como Sujeto (“Yo soy El que Soy”); así es como Moisés, reconociéndose como individuo al ser interpelado, se identifica a su vez como interlocutor del Señor –como su reflejo– y se apresta por eso a obedecer sus órdenes (Althusser, 2015, pp. 234-235). Aunque Althusser sabe que la individualidad está siempre sujetada por el inconsciente, todo funciona para él como si existiera una individualidad previa a toda sujeción, incólume en términos históricos (incluso cuando afirma que esa individualidad no ha recibido siempre el nombre de “sujeto”).2 Por contra, en la lectura de Rodríguez (2013, p. 178) está claro que Yahvé no hace de Moisés un “sujeto”, sino un “siervo” de Dios, es decir, en todo caso el delegado de su voz ante el pueblo. Althusser reconoce en otra parte (2017, pp. 145-146) que lo que le dio unidad a la ideología burguesa fue específicamente la ideología jurídica, un subtipo de ideología que dio lugar a la creación del “sujeto de derecho”, dotado de la capacidad jurídica de poseer bienes y de intercambiarlos en el mercado libremente. En una afinidad extraordinaria con las ideas de Rodríguez, el filósofo postula que la libertad jurídica sanciona que todos los sujetos son libres e iguales entre sí. Cabe pensar que, siendo el sujeto una categoría universal por cuanto responde a la interpelación también universal de la ideología, la sociedad burguesa presenta para Althusser al menos una especificidad: la de haber dado lugar al “sujeto de derecho”, lo cual quiere decir, a fin de cuentas, que el derecho a la propiedad no es un atributo de todo sujeto, como lo es para Rodríguez, sino solo del sujeto de la época burguesa.
Volviendo a la historia de la filosofía, Althusser insiste en un modelo de categorías estáticas, permanentes, ya sean estas la de “sujeto”, las de “materialismo” o “idealismo” o, como se verá enseguida, la de “efecto-filosofía”. Sería erróneo pensar que el filósofo aspira a anular la historia –es, pese a todo, un firme apologeta del materialismo histórico–, pero parece que sus preciadas autocríticas no terminan de resolver esa tensión en torno al sujeto y a su papel en la historia: ¿cómo compaginar, por ejemplo, la insistencia efectuada en “Idéologie et appareils idéologiques d’État” a propósito de que “no hay ideología sino por el sujeto y para el sujeto” con la concepción de la filosofía desde la Réponse como un “proceso sin sujeto”? En realidad, parece existir, o así lo propone Ichida (2007), una continuidad hasta el final de su trayectoria con la tesis temprana del antihumanismo teórico, si bien matizada en lo que se refiere a la práctica, que remite a lo concreto de las coyunturas.
Comoquiera que sea, en Être marxiste en philosophie Althusser (2017, p. 70) deja definitivamente a un lado la conjetura sobre el inicio de la historia de la filosofía para centrarse en el gran conflicto que hace que los filósofos, por mucho que utilicen formas y terminologías distintas, pierdan el sentido de época al participar en la guerra entre el idealismo y el materialismo, gobernada por las exigencias de la lucha de clases. Para diferenciar claramente el modo de actuar de la filosofía del proceder de las ciencias, Althusser dispone la disciplina filosófica en el sentido de una tópica. Los filósofos no piensan aisladamente, sino de manera relacional, posicionándose en un espacio (el de su propia filosofía, el de la filosofía de su tiempo, el de la historia de la filosofía, etc.) en el que despliegan una y otra vez ese enfrentamiento antediluviano ya referido. La filosofía, que es una forma de intervención en las prácticas sociales –y no un sistema experimental de verificación y refutación de hipótesis, como lo es la ciencia–, tiene necesidad de una tópica por cuanto lo que se discute en su fondo es concretamente qué lugar se ocupa en la coyuntura en la que se interviene. Una tópica debe entenderse no como un emplazamiento en un campo teórico determinado, sino como una “désignation de rapports de force”, esto es, como un recurso que piensa siempre en la primacía dentro de las relaciones de poder (Althusser, 1995, pp. 313-314).
La mención al “espacio” filosófico cobra importancia cuando se recuerda que Althusser contemplaba privadamente la idea del inconsciente filosófico, entendido desde Freud como uno de los espacios que conforman el aparato psíquico. Análogamente, Althusser (1995, p. 334) barrunta que existe un inconsciente que se despliega en un espacio teórico cerrado, el cual conoce su elaboración secundaria en los discursos filosóficos plasmados en los textos por medio de los llamados “efectos-filosofía”. Rodríguez también insiste en que el inconsciente ideológico se elabora en los discursos literarios y teóricos, pero para él estos no se rigen por un mecanismo reiterativo, sino que están “atrapados” en la lógica de las matrices ideológicas en liza en una formación social. Curiosamente, Althusser se acerca a Rodríguez cuando considera la posibilidad de que el efecto-filosofía esté presente en discursos no filosóficos, como los estéticos, aunque no desarrolla ulteriormente esta hipótesis. En todo caso, si existiera el efecto-filosofía de los discursos estéticos, este seguiría siendo para Rodríguez una derivación del inconsciente ideológico, puesto que su tarea omniabarcadora consiste en tematizar en discursos objetivos o en prácticas de comportamiento las relaciones sociales existentes para legitimarlas.
Así pues, el inconsciente ideológico es ante todo un inconsciente histórico que presenta variaciones respecto a las maniobras de subjetivización que pone en marcha en cada momento de la historia. Aunque todos posean un “yo” pulsional, no es lo mismo ser un caballero andante que un inversor en bolsa, pero para Althusser la teoría del demiurgo de Platón es esencialmente muy parecida a la teoría de la creación de Descartes, porque ambas responden a los dictados neuróticos del efecto-filosofía –en este caso la pretensión de conocer “el todo”, también el Origen–. Como el inconsciente freudiano, que se organiza a partir de procesos fijos tales como la condensación y el desplazamiento, el inconsciente filosófico althusseriano repite a lo largo de toda la historia de la filosofía las mismas maniobras: los efectos-filosofía, identificables en Platón, Descartes, Kant, Hegel, etc., son operaciones de explotación de otros conocimientos basadas en 1) la diferenciación, 2) la jerarquización y 3) la autoasignación de la propia filosofía en la cúspide de la jerarquía establecida, como criterio de verdad del resto de saberes. El inconsciente ideológico de la contemporaneidad también lleva a cabo a su manera procedimientos de jerarquización, en particular la operación de hacer pasar –en una suerte de “pulsión ahistorizante” que sin embargo marca más que cualquier otra característica su raíz histórica en cuanto que dispositivo de dominación– la lógica de mercado como la única posibilidad de vida. Esta “subjetivización del sistema” se produce a través de tres operaciones-afirmaciones que siguen ancladas en los postulados de la ideología burguesa clásica: 1) la existencia de un interior y de un exterior del yo; 2) la libertad intrínseca del yo como propietario privado de su vida; 3) la fusión de las categorías naturaleza e historia en una misma entidad (Rodríguez, 2011, pp. 20-25).
Con independencia de que Althusser los viera publicados en vida o no, los textos publicables que hemos ido refiriendo no hacen mención a la noción de inconsciente filosófico y solo una vez aparece la de efecto-filosofía, pero mantienen presentes la compulsión a la repetición y la preocupación por el espacio tópico en el que actúa la filosofía. También, el interés por ofrecer una caracterización de la teoría del conocimiento mediante la cual la filosofía dominante ha hurtado la categoría de Verdad a la experimentación científica. En los escritos privados esta epistemología se describe como uno de los fantasmas del inconsciente filosófico (Althusser, 1995, p. 337). Para la tradición psicoanalítica, los fantasmas son determinadas formaciones imaginarias ligadas profundamente al deseo inconsciente o bien ficciones o ensoñaciones de elaboración secundaria que el sujeto forja y se narra a sí mismo. Rodríguez (2017, pp. 147-148) calificaba de “horizonte positivista” la predisposición a considerar que la literatura –y la lectura se hace aquí extensiva a la filosofía– es un objeto ya siempre preexistente, es decir, específicamente siempre “igual-a-sí-mismo” de Homero a Ernaux, de Aristóteles a Baudrillard. Desde ese prisma, el “interior” de la literatura –lo que los formalistas rusos llamaban “literaturidad”– no variará nunca en cuanto que es la expresión lingüística del sujeto; asimismo, el “interior” de la filosofía –los mecanismos del efecto-filosofía, que Althusser concibe como el proceso definitorio del inconsciente– se mantendrá estable, permaneciendo en su búsqueda constante de la Verdad.
Hacia otro tipo de intervención histórica
En virtud de lo argumentado a lo largo de estas páginas, parecen existir motivos suficientes para sostener que la idea del inconsciente filosófico, aunque de difícil acceso, es el subtexto esencial que permite interpretar de manera más adecuada los textos del Althusser “autocrítico” que incumben a su propia disciplina, la filosofía (y, por ende, a la política y a la historia). Si bien para Althusser la historia se relaciona de manera esencialmente estable con los procesos que la habitan, este emplea un vocabulario específico para llamar la atención sobre la manera de operar de la filosofía, con objeto de señalar las diferencias que esta posee respecto de las ciencias, de cuyo modelo racional y puro aquella se ha apropiado para situarse en el poder y desarrollar desde ahí su trabajo de unificación ideológica (Althusser, 2021, pp. 75-76). El autor señala las estrategias de participación de la filosofía en la historia y propone como alternativa a las mismas una apertura de la filosofía que desborde sus márgenes habituales. Aun aceptando una interpretación ahistoricista del papel de la filosofía como elemento de “conservación” o de “perpetuación” de las condiciones de producción, e incluso sosteniendo que las “verdades científicas” (como lo es, a su juicio, el término marxista de “dictadura del proletariado”) no pueden ser “superadas” por los acontecimientos históricos (y por tanto conservan su validez “en todo tiempo y lugar” [Althusser, 2019, p. 133]), en el pensamiento althusseriano de los años 70 late un “debería ser de otro modo” oculto, si se nos permite rescatar la expresión de Adorno (2007, p. 165). Es decir, una disposición a considerar que la intervención de la filosofía en las sociedades a lo largo de la historia ha sido profundamente problemática y debe abrirse hacia otros horizontes.
No debe olvidarse que las investigaciones de Althusser citadas aquí se enmarcan en lo que se denominó la crisis del marxismo, de la que el filósofo dio cuenta, por ejemplo, en Ce qui ne peut plus durer dans le Parti Communiste (1978), y la cual representa el gran desafío que impulsa a Althusser a querer elaborar una filosofía marxista desvinculada de los preceptos estalinianos, como queda patente desde el prefacio de Pour Marx. Ahí proponía un análisis de las debilidades que aquejaban, ya en los 60 y desde el XX Congreso del PCUS, a la teoría marxista. Esa operación se repetirá en Marx dans ses limites (1978). No es posible, pues, disociar la filosofía althusseriana de esta etapa de los debates tenidos en el seno del movimiento comunista, en particular aquellos que atañen al abandono de la dictadura del proletariado por parte del PCF en su XXII Congreso. Ese abandono, que no se dio en condiciones suficientemente democráticas y cuya popularidad aumentaba a tenor de las disquisiciones sobre el “eurocomunismo”, suponía a su vez para Althusser la renuncia definitiva a la idea del “no-Estado” que realmente perseguía la dictadura del proletariado, esto es, contribuir a la extinción del aparato del Estado y del Estado mismo para realizar el comunismo. La “nueva práctica” de la filosofía que propone Althusser puede leerse, entonces, como una estrategia de enmienda de esa particular coyuntura y de la crisis del marxismo desde la II Internacional en general, puesto que es, como ese Estado que los comunistas anhelan, una negación productiva: una “no-filosofía” que renuncia al privilegio de enunciar lo que los hombres y mujeres corrientes supuestamente no saben. Esta proposición se halla en estrecha vinculación con la “nueva práctica de la política” que Balibar proponía en su texto Sur la dictature du prolétariat (1978), con el que Althusser (2019, pp. 170-171) se alinea para defender teóricamente la dictadura del proletariado (si bien es cierto que sus tentativas sobre la necesidad de una nueva práctica filosófica databan de mucho antes).
Volveremos luego sobre ese asunto para concluir. Ahora conviene preguntarse: ¿cuáles son, a juicio de Althusser (2017), las características distintivas de la filosofía que el discurso filosófico dominante ha tradicionalmente negado, queriendo asimilarse a las ciencias? En primer lugar, la filosofía no tiene un objeto propio en el sentido en el que lo poseen las ciencias, porque no dispone de dispositivos de experimentación, sino que persigue objetivos que tienen que ver con la legitimación de la clase dominante. De la misma forma, no se enuncia mediante tesis, sino en posiciones, puesto que su función se limita al planteamiento de preguntas y a darles respuesta con la información de la que dispone. Estas posiciones resultan en la intervención en el mundo práctico; y son ni verdaderas ni falsas porque no tienen relación directa con el conocimiento. Son, en todo caso, justas o injustas en función de su grado de precisión respecto a lo que enuncian. La justeza de las posiciones es una cualidad del tipo de práctica que se orienta hacia un fin: todas las prácticas humanas se encuentran en mayor o menor medida “ajustadas” por la filosofía, en el sentido de que esta intenta darles una orientación determinada que remite de nuevo a la gran lucha filosófica entre el idealismo y el materialismo. Todos estos matices léxicos vienen a combatir, en definitiva, la manera tradicional de proceder del efecto-filosofía, que, como se decía antes, se caracterizaba por poner en marcha ciertas operaciones de explotación sobre las disciplinas científicas, algunas de ellas basadas en la apropiación del lenguaje usual de aquellas para erigirse apologéticamente en el discurso que da fundamento a todas las cosas, en la “ciencia del todo” (Althusser, 1974, p. 92).
Desde este punto de vista, afirma Althusser (2019, p. 123), la filosofía es la forma teórica políticamente “ajustada” de las contradicciones de la ideología en la lucha de clases. Se puede suponer que si el inconsciente filosófico, con sus efectos-filosofía, es el responsable de imponer a la filosofía la tarea de “decir la Verdad” y, por tanto, de subordinar a las ciencias bajo su paraguas discursivo con el fin de neutralizar el “peligro” materialista que estas llevan consigo, el inconsciente filosófico y el inconsciente ideológico están algo más cerca de lo que cabía suponer en un principio. La filosofía depende de la ciencia por su forma, pero se supedita a la ideología por su función, y en la práctica es lo segundo lo que prevalece. En este punto vuelven a imbricarse ambos inconscientes, hasta el punto de que lo único que impide suponer que el inconsciente filosófico es asimismo ideológico en el sentido en el que lo entiende Rodríguez es su conflictiva relación con la historia, que lo lleva a repetir, de formas variadas, una única función, renegando de este modo de su posición histórica, que para Rodríguez era insoslayable. Por lo demás, parece claro que los dos son dispositivos que operan en el nivel ideológico y que, de manera no intencional y afectando estructuralmente a la agencia de los individuos, son funcionales al sostenimiento de las relaciones sociales. La hipótesis de Althusser (2017, pp. 177-178) es la siguiente: la filosofía “remienda” los desgarros que produce el surgimiento de la ciencia en la ideología dominante, pone orden internamente y restaura su unidad. El inconsciente ideológico también persigue el robustecimiento de la ideología dominante “suturando” esos mismos desgarros, pero lo hace con los medios propios de cada uno de sus objetos: la filosofía se encarga de colmar el espacio público de respuestas y de planteamientos (lo que Althusser llamaba posiciones). La literatura muestra al público esas incoherencias. Resolviéndolas en el ámbito de la ficción, consigue apaciguar, aunque sea momentáneamente, las contradicciones políticas reales (Rodríguez, 2011, pp. 34-35).
Pero es posible concebir lo que en las notas privadas Althusser (1995, p. 339) conceptualiza como una “cura filosófica”, es decir, otro tipo de filosofía alternativa no asentada ni en la apropiación ni en el “ajuste”, alejada de la reordenación jerárquica de las prácticas sociales a través de categorías que conducen a pensarlas de un modo determinado. Y, como el comunismo, que demuestra su viabilidad realizándose a pequeña escala cotidianamente en organizaciones comunistas, agrupaciones religiosas y en otros colectivos humanos exentos de relaciones de explotación, esa práctica distinta de la filosofía ya está presente en el marxismo, aunque su conversión en “doctrina oficial” del ámbito soviético la haya opacado (Althusser, 2016, p. 187). Al contrario de lo que manifestaba el primer Althusser, la distinción entre materialismo histórico y materialismo dialéctico carece de sentido: el marxismo no es una filosofía en el sentido tradicional porque no puede serlo, por más que algunos busquen y se esfuercen por desarrollar, por ejemplo, una ontología marxista. El hecho de que Marx no haya producido una filosofía entendida como sistema no es un evento azaroso. Si, como se ha visto, la función última de la filosofía consiste en asegurar la solidez de la ideología dominante, se entiende que esta permanece vinculada al poder, es decir, al Estado (de las clases explotadoras). Por tanto no es concebible una filosofía de igual entidad entre quienes carecen de Estado y no pretenden poseerlo sin más ni necesitan restaurar las grietas aparecidas en el terreno de la ideología porque son representantes de una ideología no amenazada, dominada. Así como, según Marx (2003, p. 13), la revolución no puede sacar su poesía del pasado sino solamente del porvenir, la filosofía nueva de la clase proletaria no debe imitar las formas ya conocidas de la filosofía burguesa porque corre el riesgo de anularse, pues la sistematicidad –el atributo más característico de las filosofías tradicionales, producto de las operaciones de distinción y jerarquización puestas en marcha por el efecto-filosofía– coadyuva, en la visión de Althusser, al fortalecimiento del Estado, aquello que los comunistas aspiran a destruir.
Althusser aborda lo específico de la nueva práctica filosófica, aunque advirtiendo que se trata de una investigación que aún está por hacer, y de la que él solo señala el comienzo de la senda que es preciso transitar. Sin embargo, en Être marxiste en philosophie se nos dice que esta nueva práctica filosófica invita o debe hacerlo a una comprensión científica de la filosofía, no a una comprensión filosófica (aparentemente científica en su forma, en virtud de los mecanismos de hurto lingüístico señalados, pero profundamente distorsionada y “distorsionadora” en su contenido). Si bien durante estos años Althusser se había ido alejando claramente de las coordenadas propias de la “ruptura epistemológica” entre ciencia e ideología presente en sus primeras obras, se percibe aún cierta tendencia a considerar que la filosofía –en este caso la práctica materialista de la filosofía– posee la capacidad de instaurar un conocimiento científico de la realidad susceptible de romper con las interpretaciones ideológicas. En todo caso, eso es señal del intenso debate que se daba en el seno de la filosofía althusseriana, pues todos los textos que estamos examinando representan una búsqueda y un examen crítico de los modos de intervención de la filosofía que van más allá de la mera actividad sancionadora respecto de lo que es “científico” y de lo que es “ideológico”.
Conclusiones
Lo que predomina en el proceso de búsqueda del Althusser maduro es esta idea: que la filosofía tiene un “afuera”, lo que quiere decir que todas esas prácticas sociales que la filosofía se esfuerza por someter a su magisterio tienen en realidad una “vida” propia irreductible a esa suerte de univocidad filosófica: las prácticas múltiples engendran múltiples verdades y de esa forma se resisten a la explotación, en una relación que resulta abiertamente conflictiva. Debe recuperarse una idea fundamental en Rodríguez que entronca con este Althusser: cada inconsciente ideológico produce “verdades” operantes y positivamente efectivas en cada modo de producción. El “alma” que da a ver el animismo, por ejemplo, presupone prácticas corporales –vivencias eróticas, modos de vestir, etc.– que conciernen a los individuos y los orientan. A raíz de la crítica althusseriana que empieza a fraguarse, se entiende que la filosofía tradicional está cerrada sobre sí misma puesto que siempre tiene algo que decir sobre la religión, la moral, la economía, la estética, etc., y por supuesto sobre otras filosofías: ninguna disciplina escapa a su control, por tanto nada “exterior” le es realmente necesario. Esta autosuficiencia no hace más que señalar los límites estructurales de la propia filosofía y su existencia como dispositivo de dominación a su vez sometido a los requisitos que impone la lucha de clases, es decir, su dependencia respecto de la ideología. Para el teórico español, la literatura, por el contrario, dice algo muy concreto sobre cada modo de producción y sobre los individuos que en él se socializan, material que conforma la lógica productiva última de los textos culturales.
En la conferencia de Granada de 1976, organizada por cierto por Rodríguez, Althusser (2021, p. 109) adopta un tono distinto al del inicio: abandona la pretensión cientificista mencionada más arriba y se muestra especialmente sensible a la capacidad poiética de la nueva práctica filosófica, es decir, a cómo el marxismo, que es “crítico y revolucionario” por definición, está dotado de las herramientas necesarias para evadirse de la percepción totalizadora de la filosofía tradicional y explorar de este modo nuevas formas de intervención filosófica adaptadas a las coyunturas. Este alegato en favor de la legitimidad del conocimiento que aportan las prácticas sociales –la lucha de clases u otras situaciones nacidas al calor de la discriminación– plantea una lectura distinta de la relación existente entre la filosofía y la historia, sobre la que sin duda habría que seguir indagando, y que se acerca a aquella célebre idea de Gramsci, con la que Althusser discute en la práctica totalidad de sus textos de esta época, según la cual todas las personas pueden filosofar y de hecho lo hacen, de maneras tal vez primitivas pero válidas. Aunque las páginas precedentes han puesto de manifiesto la tendencia de Althusser a manejar categorías estáticas o que se exteriorizan siempre con un alto grado de semejanza, la “nueva práctica” de la filosofía, al adherirse a la realidad consustancialmente cambiante y específica de cada una de las “prácticas sociales”, representa una respuesta a la propensión endémica de la filosofía tradicional al control y al autoritarismo deshistorizante. La voluntad de Althusser (2016, p. 90) por empezar a considerar todo aquello que la filosofía dominante “ha pasado por alto, rechazado, censurado, abandonado como desechos de la existencia y de la historia, como objetos indignos de su atención” se comprende mejor a la luz de la crítica implícita a las posiciones ahistoricistas que desarrollaba la teoría del inconsciente ideológico de Rodríguez. La idea del inconsciente filosófico como modelo neurótico de comprensión de la disciplina filosófica se ha confrontado con una propuesta que, como queriendo rellenar los huecos que la anterior generaba, admite la transformación histórica de la individualidad, la cual se capta precisamente a través de prácticas (literarias, discursivas, culturales). La cercanía de la nueva práctica de la filosofía con el inconsciente ideológico se hace más patente, en la medida en que aquella aspira a anular los repetitivos efectos-filosofía, dotando de primacía a las prácticas. No se afirma que exista una influencia directa del segundo modelo sobre el primero, sobre lo que no existen pruebas por el momento, pero se invita a reflexionar sobre la discusión latente entre dos concepciones a propósito de cómo se da la influencia ideológica en las formaciones sociales y sobre como esta precipita los acontecimientos históricos.
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1. Juan Carlos Rodríguez (1942-2016) fue catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada, donde desarrolló desde los años 70 una intensa labor investigadora en torno al Siglo de Oro español y a otras cuestiones a partir de la lectura de las obras de Althusser disponibles entonces. Habiéndolo frecuentado durante un tiempo en París, contribuyó decisivamente a la difusión del pensamiento althusseriano en el país y fue el responsable de la celebrada visita del filósofo a la ciudad en 1976, donde pronunció la estimulante conferencia La transformación de la filosofía.
2. “Es evidente que esta categoría de sujeto (que nosotros definimos por su función filosófica), aun cuando no lleve el nombre que posee en nuestra lengua […] es indispensable a toda filosofía, ya sea para respaldarla o rechazarla” (Althusser, 2017, p. 132).