Diálogo sobre el concepto de “nueva izquierda” en la historiografía argentina
Con el objeto de profundizar los debates existentes alrededor de determinadas conceptualizaciones y nociones que hacen a los objetos de estudio pertinentes a las izquierdas, presentamos una polémica tanto conceptual como historiográfica entre Sergio Friedemann, Martín Mangiantini y Nayla Pis Diez alrededor de la utilización de la nomenclatura “nueva izquierda” como definición de determinadas expresiones políticas y militantes que emergieron en los años 60 y 70 en la Argentina. Este intercambio tiene dos antecedentes. Por un lado, sendos trabajos de reflexión de los tres autores, publicados en diversos momentos en los que, indirectamente o a través de estudios de caso particulares, se polemizó alrededor del uso de este tópico (Friedemann, 2018; Mangiantini, 2018b; Pis Diez, 2020).
En segundo lugar, una puesta en común de las respectivas posiciones desarrollada en el marco del seminario de doctorado Entre la “Nueva Izquierda” y los múltiples peronismos. Problemas conceptuales y categorías de análisis en los estudios sobre la radicalización política en la Argentina de los años 60 y 70 dictado en la Universidad Nacional de Mar del Plata en octubre de 2020 en el que se intercambió abiertamente a la vez que se recepcionaron comentarios e inquietudes del estudiantado. La presente sección se convierte entonces en un corolario de estas instancias de discusión y, al mismo tiempo, en una sistematización y puesta en común de los matices y posicionamientos divergentes. Se parte de un convencimiento colectivo alrededor de la necesidad de establecer canales de diálogo e intercambios abiertos entre diversas miradas que permitan dar cuenta de los debates existentes de un modo franco y abierto.
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La “nueva izquierda”: una categoría en discusión
En su utilización en los espacios académicos europeos o norteamericanos, la noción de nueva izquierda sirvió como un modo de identificación de determinados actores e incluyó un cierto bagaje de tipo programático materializado en una serie de cuestionamientos y preocupaciones comunes. De modo general, la idea de superación de dogmas deterministas que conllevaban la visión en torno a la inevitabilidad del socialismo como producto natural de leyes históricas o el resultado de un proceso inherente al derrotero del capitalismo; el distanciamiento con esquemas organizativos autoritarios; la crítica al reformismo y el parlamentarismo; el problema de la degeneración burocrática; la necesidad de un mayor poder de autodeterminación por parte de los trabajadores e, incluso, cierto distanciamiento con la lógica organizativa del centralismo democrático propia del leninismo, fueron algunos de los tópicos que aglutinaron a diversos núcleos intelectuales para pugnar por una izquierda de nuevo tipo. En Argentina, el concepto fue utilizado tanto de modo laudatorio como peyorativo en los años 60 en ciertas publicaciones militantes (ligados o escindidos del Partido Comunista). A la vez, experiencias como el MIR-Praxis se autopostularon como una “Nueva Izquierda” o utilizaron esa nomenclatura (por ejemplo, el grupo Baluarte, de extracción trotskista). Con posterioridad, en la historiografía local que versó sobre la militancia revolucionaria, principalmente de las décadas del 60 y 70, la expresión se esgrimió con frecuencia para referirse a múltiples experiencias, en ciertas oportunidades carentes de sólidas similitudes entre sí, lo que da cuenta de un insumo conceptual abarcador que, por momentos, se tornó ambiguo.
Tras esporádicas inclusiones de esta categoría en los años 80 y 90 para describir iniciativas culturales e intelectuales escindidas centralmente del Partido Comunista (Terán, 2013), experiencias revolucionarias político-militares (Hilb y Lutzky, 1984), o bien, la prédica revisionista de la izquierda con respecto al peronismo (Altamirano, 1992), hacia finales de la década del 90, se produjo una consolidación y sistematización de esta noción, centralmente mediante los trabajos de María Cristina Tortti (1999 y 2014) de la Universidad de La Plata. En esta obra, no se rechazaron los aportes preexistentes pero se amplió su utilización definiendo a la nueva izquierda como un conjunto de fuerzas sociales y políticas que, a lo largo de dos décadas, protagonizó el ciclo de movilización y radicalización que incluyó desde el estallido social espontáneo y la revuelta cultural hasta el accionar guerrillero, y desde la eclosión de movimientos urbanos de tipo insurreccional al surgimiento de direcciones clasistas en el movimiento obrero como así también aquellos proyectos contrahegemónicos que adoptaron (o no) la lucha armada como método. Si bien Tortti identificó como una característica de la nueva izquierda su rechazo a aquellas estrategias parlamentarias, reformistas o que sostuvieran la doctrina de la transformación por etapas, la principal reorientación que encontró en ella recayó en su vinculación con el peronismo (así, incluyó tanto a la izquierda que repensó el fenómeno peronista como también, inversamente, a aquellos sectores que, desde esta doctrina, viraron hacia posiciones revolucionarias). Al mismo tiempo, y sin simplificar la idea de nueva izquierda a la construcción de aparatos armados, sus análisis esgrimieron que fue propio de la izquierda de nuevo tipo (impactada centralmente por la Revolución cubana) el resignificado dado a la violencia revolucionaria como una opción plausible.
Efectivamente, estas variables se adaptan con cierta comodidad al objeto de estudio de esta autora, el Partido Socialista Argentino de Vanguardia, en cuanto expresión escindida del viejo socialismo local que revisó tanto la utilización de la violencia como táctica como así también los posicionamientos alrededor del peronismo (Tortti, 2009). Esta obra influyó en diversas camadas de investigadores que tomaron sus preceptos, como Mora González Canosa, Adrián Celentano, Santiago Stavale, Juan Manuel Cisilino, Nayla Pis Diez, Nicolás Dip y Fernando Suárez, entre otros. El aporte de González Canosa (2012) sobre las Fuerzas Armadas Revolucionarias, de hecho, logra dar cuenta de otro ejemplo que, a la vez que se apropió de la lucha armada, revirtió en una experiencia de izquierda que vivenció un proceso de peronización.
Sin embargo, resulta menos cómoda la aplicación de esquemas de análisis que referencian la línea de Tortti para abordar otros casos. Por ejemplo, al analizar la experiencia del PRT-ERP, en determinados trabajos se definió a esta organización como “la expresión más importante de la nueva izquierda” (Santiago Stavale, 2019; Eduardo Weisz, 2004). En oportunidades, ello se justificó dada la vinculación teórica establecida con el peronismo aunque, contradictoriamente, se sostuvo que el ERP caracterizó a este fenómeno desde la tradicional noción marxista que lo identificaba como un movimiento “bonapartista”, a la vez que un recurso de las clases dominantes y, en razón de ello, un obstáculo a superar para transitar el camino al socialismo. ¿No se desprende entonces que en sus inicios difícilmente la experiencia perretiana se encuadre en los intentos de superación o imbricación de identidades, lo que la ubicaría en un esquema de análisis comparativamente menos novedoso con relación al fenómeno peronista? A la vez, se sostuvo que el concepto de nueva izquierda aplica al ERP porque, sin ser peronista, pretendió disputar la dirección de una clase obrera que sí lo era, lo que, en realidad, resulta una característica común a la totalidad de las organizaciones revolucionarias que, lógicamente, protagonizaron una disputa por la conducción del sujeto social identificado como revolucionario. Incluso, resultaría de mayor solidez visualizar la noción de nueva izquierda al referirse a esta organización si se toma como elemento sus virajes hacia lógicas frentistas que lo llevó a la (fallida) pretensión de confluencia con experiencias como Montoneros.
El análisis del maoísmo argentino, por su parte, es complejo de analizar como para reducirlo a una simplificación tajante en cuanto a la mayor expresión de una nueva izquierda en detrimento de otra tradicional, como se esgrimió. Para aquella producción que redujo la emergencia de una nueva izquierda a la lógica organizativa de aparatos político-militares, la deriva de esta corriente no aplicaría en sus modelos. No obstante, tanto el Partido Comunista Revolucionario como Vanguardia Comunista tuvieron definiciones y estrategias insurreccionales que, al mismo tiempo, se vieron en extremo tensionadas por debates profundos alrededor de la lucha armada. Aunque sin materializarse, VC tras el Cordobazo comenzó a utilizar la expresión de “partido armado” para, posteriormente, defender la noción de “milicias populares” y, por momentos, utilizar la categoría foránea de “guerra popular prolongada”. En los hechos, sin embargo, funcionó como un partido leninista tradicional alertando que la vía revolucionaria no era la guerrilla sino una insurrección urbana que desencadenaría una “guerra popular” protagonizada por una clase obrera aliada al campesinado (Rupar, 2019).
Por su parte, el PCR tendrá también debates internos de fuste alrededor de la lucha armada desde su conformación como ruptura del PC. Trabajos como el de Cisilino (2016) analizaron a este partido sosteniendo que su ruptura con la izquierda tradicional obedeció al rechazo a la “vía pacífica” del PC y al impacto que significó la Revolución cubana y el guevarismo. Sin embargo, su derrotero da cuenta de una organización que, independientemente de importantes debates intestinos, tras los sucesos del Cordobazo, optó por la vía insurreccional como estrategia (incluso teniendo polémicas abiertas con el PRT-ERP, por ejemplo) y manifestó una preocupación por dotarse de una política imbricada en la clase obrera y la juventud. Al menos en este aspecto, el maoísmo argentino no rompió, pese a las tensiones previas o al impacto del contexto internacional (esencialmente chino y cubano), con las lógicas organizativas ancladas en los viejos paradigmas marxistas emanados del fenómeno bolchevique.
En otro orden, sería complejo aseverar que el maoísmo local caracterizó la necesidad de realizar una reorientación teórica-conceptual en vistas a una comprensión particular del fenómeno del peronismo. El PCR careció de una revisión retrospectiva de la experiencia peronista que lo llevara a modificar radicalmente sus insumos teóricos (más allá de los posicionamientos específicos hacia el gobierno peronista a partir de la teoría del “social-imperialismo” presente en el país y de la necesidad de una lucha “anti-golpista”). Por su parte, al indagar sobre VC, Adrián Celentano (2014) distinguió esta experiencia como emblema de la nueva izquierda dados sus intentos de diferenciación con la “línea revisionista del PC”. No obstante, sostuvo que este partido surgió como una clara ruptura con su antecesor, el PSAV, recuperando una tradición comunista que rechazaba todo intento de articulación y alianza con el peronismo. Es decir, tampoco en este caso la fusión de tradiciones políticas fue un elemento identificable como rasgo distintivo. Por el contrario, el rechazo a esa confluencia sería aquello que lo ubica como una propuesta novedosa de la izquierda.
Al posar la mirada sobre el espectro del trotskismo argentino, resulta compleja su ubicación tajante dentro de esta dicotomía conceptual. Por ejemplo, Hilb y Lutzky (1984) afirmaron que experiencias como el Partido Socialista de los Trabajadores o Política Obrera debían quedar excluidas de la categoría de nueva izquierda y, en diálogo con ello, Eduardo Weisz (2004) sostuvo que el trotskismo era una expresión de la izquierda tradicional dado que la Revolución rusa y el bolchevismo fueron sus afluentes organizativos y estratégicos. Como contraparte, este autor aseveró que la nueva izquierda se encontraba conformada por aquellos grupos impactados por la Revolución cubana y la lucha armada y, en menor medida, por procesos como el vietnamita o los fenómenos de descolonización, con nociones organizativas divergentes y una amplitud en cuanto a la identificación de los sujetos potencialmente revolucionarios. Bajo estos preceptos, Weisz explicó por ejemplo la ruptura del Partido Revolucionario de los Trabajadores en 1968 como el hipotético resultado de la irreconciliable tensión entre un modelo de la izquierda tradicional (la trotskista Palabra Obrera encabezada por Nahuel Moreno) y una propuesta de nueva izquierda (el Frente Revolucionario Indoamericano Popular de los hermanos Santucho) que no logró amalgamar fehacientemente en una alternativa de nuevo tipo.
No obstante, al profundizar en el trotskismo como corriente, es posible reflexionar que los tópicos identificables con la nueva izquierda (como el impacto de la vía armada y la problemática del peronismo) atravesaron de modo directo a sus organizaciones argentinas y merecieron diversos debates y respuestas (Mangiantini, 2018a). Por ejemplo, la discusión sobre la lucha armada y la vinculación del trotskismo con la violencia revolucionaria reviste mayor complejidad que la presentada por Weisz. Desde 1961, la corriente encabezada por Nahuel Moreno desarrolló un acercamiento teórico a sus preceptos identificando a Cuba como la “vanguardia de la revolución latinoamericana” y equiparando su dinámica con la teoría de la revolución permanente de Trotsky, dado que Cuba demostró cómo una transformación política, que inicialmente tuvo rasgos democrático-burgueses en su contenido, se radicalizó y convirtió en una revolución socialista. A la vez, este fenómeno le permitió al “morenismo” revisar las nociones preexistentes alrededor del sujeto revolucionario (la posibilidad de que el campesinado o la pequeña burguesía pudieran constituirse en la vanguardia de un proceso revolucionario revierte en un rasgo identificable con nociones atribuibles a un antidogmatismo de nuevo tipo). No obstante, para esta corriente, la premisa central recayó en la necesidad de no equiparar el concepto de lucha armada con la guerrilla como táctica. De hecho, las diferencias dentro del PRT que derivaron en la ruptura de 1968 no derivaron en un debate abstracto sobre la viabilidad y la utilización de la lucha armada, sino en el modo concreto de poner en práctica esta metodología (confrontando el postulado de conformación de un “partido armado militarmente” con la idea de efectuar el accionar armado en el marco de las propias luchas del proletariado y no como instancias ajenas a este).
Tampoco para Política Obrera la Revolución cubana pasó inadvertida. Por ejemplo, ante el lanzamiento de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) en 1967 por parte de la dirección castrista, este partido manifestó públicamente su interés en ingresar en ella a la vez que aseveró que, por primera vez desde la degeneración de la III Internacional, un movimiento con influencia en las masas y la dirección de un “estado obrero” se aproximaban, en gran medida, a la tesis de la revolución permanente. Incluso en experiencias trotskistas menos estudiadas, como aquella liderada por la figura de J. Posadas, se desarrolló una colaboración directa con la guerrilla guatemalteca de Yon Sosa y envíos de dirigentes, como Adolfo Gilly, a Cuba, junto a una pública reivindicación del guevarismo.
Menos lineal aún es la ubicación del trotskismo con respecto al fenómeno peronista. En el caso de la corriente “morenista”, desde 1957, comenzó a practicar el entrismo en el marco de las estructuras sindicales que respondían al movimiento peronista (específicamente, en las 62 Organizaciones). Se justificó en la necesidad de aplicar una metodología que permitiera la ligazón de una organización revolucionaria con el movimiento de masas que, por otros medios, resultaba dificultosa y, simultáneamente, formar parte del accionar que los trabajadores ponían en práctica contra el régimen militar. Independientemente de su éxito, ello da cuenta de un intento de vinculación particular por parte de la izquierda con una base peronista lo que, en cierto sentido, anticipó el clima de preocupaciones y redefiniciones desarrolladas más tarde en diversos espacios del campo revolucionario.
Por su parte, Política Obrera, una década más tarde, sin notorios virajes programáticos pero, a partir de determinados elementos tácticos, no omitió tampoco el significado que el peronismo poseía para amplias capas del mundo de los trabajadores. Un ejemplo de ello se vivenció en el marco del proceso electoral de 1965 cuando este partido manifestó públicamente su apoyo y voto hacia la Unión Popular bajo el argumento de no dispersar el sufragio de la clase obrera y dada una relación de fuerzas negativa para los trabajadores.
Por último, en el caso del PST, resulta de interés destacar la incorporación de temáticas soslayadas por la izquierda local en esos años. Las iniciativas desarrolladas alrededor de la liberación de la mujer; el esbozo de reivindicaciones que impulsaban el respeto por la diversidad sexual (que conllevó lazos con el Frente de Liberación Homosexual); los replanteos en cuanto al tipo de relaciones familiares y afectivas, entre otros ejemplos, son muestras de tópicos que, siguiendo la línea de interpretación de la nueva izquierda que primó en la producción norteamericana, se trataría de un tipo de propuesta claramente identificable con las demandas presentes en nuevos movimientos sociales. Pero, al mismo tiempo, fueron características diametralmente opuestas a nociones y valores sostenidos tanto por las organizaciones político-militares como así también por las derivas del peronismo que mantuvieron lógicas familiares monogámicas como ideal, identificaron las reivindicaciones feministas como “derivas pequeño-burguesas” y fueron reactivas a cualquier tipo de defensa por la diversidad en la orientación sexual.
Finalmente, es factible complejizar aún más el análisis sobre la categoría a través de una serie de observaciones e interrogantes sobre el contraejemplo de la nueva izquierda, es decir, sobre experiencias consideradas paradigmáticas de la izquierda tradicional. En este sentido, existe un consenso en identificar en los partidos Socialista y Comunista la representación más fehaciente de esas expresiones en la Argentina.
No obstante, si bien en el caso del PC existen elementos fácilmente factibles de ser ubicados dentro de los parámetros de la izquierda tradicional, no es menos cierto que determinadas características que son absolutamente relevantes para definir el derrotero de la nueva izquierda también se encuentran presentes en el Partido Comunista argentino. Ya desde su XI Congreso en 1946 este partido revisó y matizó las tesis esgrimidas un año antes con respecto al peronismo y a la decisión de conformar la Unión Democrática (Amaral, 2008). Pero, esencialmente, es imposible omitir que, desde mediados de los años 50 en adelante, el PC definió buena parte de sus tácticas, virajes y orientaciones en espejo a las derivas del peronismo. Algunos ejemplos de ellos son su política de impulsar una confluencia entre comunistas y peronistas en el terreno sindical tras el golpe de Estado de 1955; el voto en blanco en 1960 dada la proscripción del peronismo; o el llamado a votar por el peronismo en 1962 coincidente con la tesis del comunismo alrededor del “giro a la izquierda del peronismo”. Posteriormente, es inevitable subrayar que, hacia 1972-1973, el PC inició una serie de conversaciones con el peronismo para integrar una fórmula en común, reivindicó luego en el camporismo aspectos positivos y afirmó la necesaria unidad de acción de las “fuerzas progresistas”, lo que incluía al FREJULI para, como corolario, llamar a votar por el binomio Perón-Perón en septiembre de 1973 afirmando que ello era un modo de freno al ascenso de la derecha. ¿Es factible afirmar entonces que el comunismo argentino no se vio impactado y condicionado por el peronismo incluso más notoriamente que otros ejemplos que son considerados propios de la nueva izquierda a diferencia de este?
Por su parte, si el argumento recae en la idea de que el Partido Comunista no fue atravesado por la noción de violencia revolucionaria, ello también es factible de ser sometido a indagación. Tras el golpe de Estado de 1955, el PC impulsó un “Frente de Autodefensa” de carácter clandestino dedicado a la práctica militar para el resguardo de su militancia junto a la apertura de campamentos de entrenamiento y, posteriormente, participó en ciertas acciones armadas como aquellas sostenidas ante la visita a la Argentina de Rockefeller en 1969. En todo caso, si por rechazo a la violencia revolucionaria se comprende la negativa a la transformación partidaria en un aparato político-militar, la deriva del PC no sería mayormente distante a aquella practicada por los restantes grupos maoístas o trotskistas antes analizados.
Estas contradicciones entre los ejemplos plasmados y los postulados teóricos preexistentes del cual parten los estudios no necesariamente llevan a inviabilizar el concepto de nueva izquierda pero sí a reflexionar en torno al peligro de una aplicación en extremo amplia que revierte en resultados problemáticos.1
Aunque la pretensión de identificar un quiebre en las lógicas y dinámicas de las izquierdas (expresado sobre todo en la crisis de los vernáculos partidos Socialista y Comunista) resulte útil como un modo de comprensión del clima de convulsión de este período, es válido preguntarse si la abultada cantidad de experiencias y ejemplos divergentes mencionados son factibles de comprenderse desde una misma categoría. Los matices profundos e incluso las diferencias notorias entre aquellas tendencias que son identificadas bajo un mismo rótulo (e, incluso, las ciertas similitudes entre aquellas organizaciones consideradas tradicionales con respecto a las de reciente aparición que negaban a las primeras) permiten interrogarnos sobre la noción de “nueva izquierda” como la expresión más orientadora y acabada para identificar a los diversos actores coexistentes en un mismo tiempo histórico.
Si la historiografía de los años 80 y 90 introdujo elementos de reflexión y esquemas conceptuales de nuevo tipo para analizar la emergencia de fenómenos revolucionarios diferentes a los antes existentes, habiendo transcurrido más de cuatro décadas de producción resulta precisa la búsqueda de una mayor complejidad de análisis que permita presentar la abultada cantidad de matices y variables presentes. El desafío se encuentra aún vigente.
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La “nueva izquierda”, la protesta social y la universidad: debates conceptuales desde ámbitos cruzados
Un intercambio sincero sobre la Nueva Izquierda (NI) debe partir del hecho de que es un término en debate. Encontramos diversas posiciones en el campo académico en torno a su alcance, sus características, los procesos que nombra, los actores que la integran y los que no. Esto es cierto para Argentina, pero no únicamente. La NI ha sido definida como una posición crítica del comunismo soviético, emprendida por intelectuales y universitarios de Europa y Estados Unidos a fines de 1950; como un movimiento global impulsado por la generación de jóvenes de los 60 y un lenguaje del “disenso” que eclosionó en 1968; como una oleada de formación de organizaciones armadas en América Latina, con Cuba como hito “catalizador”; un “movimiento de movimientos” que abarcó grupos armados, intelectuales y gremiales, aunque sin una dirección unificada, como se ha dicho para el caso argentino. Referentes de nuestro país, Uruguay, México, Estados Unidos o Europa han trabajado sobre su polisemia, a veces reafirmando las tensiones entre aquellas definiciones, otras veces enfatizando los puntos de encuentro (Tortti, 2014; Marchesi, 2019; Zolov, 2012; Martín Álvarez y Rey Tristán, 2018). También en Argentina y recientemente, jóvenes investigadores han formulado “nuevos y viejos” interrogantes en torno a la NI desde diversas posiciones y estudios de caso (Mangiantini, 2018b; Friedemann, 2018; Califa, 2018; Pis Diez, 2020) promoviendo diálogos y un intercambio en los que este escrito se inserta.
En las páginas que siguen, y para dar carnadura a ese intercambio, retomo las reflexiones teóricas elaboradas a partir del trabajo de investigación sobre el movimiento estudiantil de la Universidad de La Plata que vengo desarrollando hace ya unos años. Mi punto de partida es que el concepto de NI no debe conducirnos exclusivamente a los grupos que desarrollaron la lucha armada; tampoco al debate en torno a qué organización partidaria lleva mejor el mote de “novedad”. Siguiendo los trabajos de Cristina Tortti, pienso que la utilidad es mucho mayor si la pensamos como una forma de acercamiento al mundo de las militancias políticas de nuestra historia reciente, con toda su complejidad: las trayectorias, los ensayos y errores, que explican la radicalización; las rupturas y las continuidades respecto de las tradiciones políticas; la relación entre la protesta social y la violencia revolucionaria. Con todo, algunos aspectos del concepto merecen ser debatidos: su productividad para la realidad argentina, dados sus orígenes; su amplitud y heterogeneidad; la NI y su relación con otras tradiciones políticas, las clásicas y las locales (como el comunismo, el peronismo y también el reformismo universitario).
La historia del concepto ha sido ya reseñada. A fines de los años 50, denominó un proyecto intelectual y militante de izquierdistas europeos, crítico del estalinismo, que iría a plasmar en la New Left Review. También en Estados Unidos, personalidades como H. Marcuse o W. Mills utilizaron esa nominación para referir al amplio movimiento de protesta juvenil de los años 60. Dada esta historia, uno de los primeros ejes de debate señala el carácter no nativo de la categoría como un problema para su adecuación a la historia argentina, reparando en la “importación” del concepto, sin mediaciones locales y desde la academia. Varias cosas deben decirse al respecto: en primer lugar, la NI puede ser una categoría académica, no nativa ni política, y eso no le quita necesariamente productividad analítica (o al menos no se explica cómo). Por otra parte, veo de mayor utilidad la pregunta respecto de cómo se ha utilizado ese concepto en las ciencias sociales latinoamericanas. Aquí sí cabe el interrogante en torno a cuánto nos permite y/o cuánto ha permitido comprender de nuestra historia nacional o regional. Rápidamente, nos encontramos con definiciones del concepto que poco abrevan en ese origen europeo, al contrario, se insertan en el marco del debate sobre cómo analizar algunos de los rasgos más importantes de la historia reciente latinoamericana, el surgimiento de la lucha armada, la expansión y politización del movimiento social, tal como lo mostró Aldo Marchesi en su reciente libro Hacer la Revolución (2019). Y esto también vale para Argentina.
Al calor de la transición democrática, comenzó a tomar forma el campo de estudios sobre historia reciente argentina a través de un tema clave de ese pasado no tan lejano: la violencia política revolucionaria, sus formas y consecuencias, y cómo estudiarla. En esos años, una buena parte de los estudios pioneros se centraron en las organizaciones político-militares, identificándolas a través del concepto NI como la novedad del período (Hilb y Lutzky, 1984). Así, la opción armada habría definido la dinámica sociopolítica de los 70, obstruyendo “desde afuera” y “desde arriba” el movimiento de protesta popular surgido al calor del Cordobazo. A comienzos de los 90, Oscar Terán (2013 [1991]) introdujo el concepto de “NI intelectual”. Aquí el foco no estaba en los grupos armados sino en la relación entre la política y ciertos campos específicos de actuación (el cultural, universitario e intelectual). El concepto refería a grupos que en esos ámbitos habían protagonizado un proceso de radicalización de las ideas y las opciones políticas que incluía la “revisión” del peronismo y los debates en torno al “compromiso” de la figura intelectual. En polémica con la primera pero retomando elementos de la segunda etapa, un tercer grupo recurrió al concepto para denominar un fenómeno más amplio: un conglomerado de fuerzas, políticas y sociales que durante dos décadas protagonizó un ciclo de movilizaciones y encarnó nuevas posiciones en torno al peronismo y la aceptación de métodos de acción directa, incluida la lucha armada. Para Alfredo Pucciarelli (1999) y Cristina Tortti (1999, 2009, 2014), el concepto funciona como una llave para comprender el complejo y heterogéneo mundo socio-cultural-político de los años 60 y 70, llevando la mirada más allá de las organizaciones armadas, entendidas como un actor entre tantos de ese mundo. La NI nombraba un “conglomerado” de fuerzas sociales y políticas que protagonizaron la protesta de esos años y que renovaron el campo de ideas y tradiciones de militancia en el peronismo, las izquierdas y el mundo cristiano. Este enfoque, que poco tiene de eurocéntrico, ha sido continuado en Argentina, y se ha puesto en diálogo con autores y autoras que venían trabajando el concepto desde otros lugares. Por ejemplo, Eric Zolov (2012) ha afirmado que la historiografía sobre la etapa estuvo mucho tiempo centrada en el fenómeno de la lucha armada, relegando procesos de renovación (que formaron parte de esa “era” tanto como la insurgencia) en la sexualidad, la música y las políticas culturales. Así, se propone una nueva utilidad del concepto de NI, pues permite ampliar el foco de análisis y construir una noción más amplia de “la izquierda” que incluya a los movimientos sociales, gremiales y culturales de la época. Se trata, por un lado, de mirar “a los costados” y visibilizar esas trayectorias menos espectaculares que aquellas que optaron por las armas. Pero que nos ayudan a comprenderla. Cuando nos acercamos al mundo de las militancias juveniles universitarias de los años 60, vemos esa heterogeneidad en acto: las demandas gremiales/corporativas y universitarias (como por ejemplo, el reclamo por el aumento presupuestario, el adecuado funcionamiento del comedor o, más conocido, la no creación de universidades privadas con títulos habilitantes) convivían con opciones partidarias cada vez más radicales.
El segundo eje de discusión es la amplitud y heterogeneidad que la NI pretende abarcar, lo cual lo tornaría un concepto y una mirada no solo contradictorio, sino también con poco alcance explicativo. Es este un interrogante de orden epistemológico a atender pues realmente, como ha dicho Martín Mangiantini, la extensión del uso de la NI se vuelve sobre su productividad analítica (llanamente, lo que explica todo no explica nada). Debe atenderse sí, pero no desde el cierre sino desde la creatividad conceptual. Hay algo de esa amplitud, incluso de esa amplitud contradictoria, que no inhabilita el enfoque sino que lo convierte en uno útil para comprender un fenómeno político y social que fue también amplio, contradictorio y complejo, y que precisamos nombrar. Especialmente en América Latina y Argentina, donde muchas veces la violencia revolucionaria fue asociada a “fanatismos” aislados, que irrumpieron y corrompieron a la sociedad. Los ciclos de protesta social y los espacios de militancia deben abordarse como fenómenos más diversos socialmente, complejos ideológicamente e interrelacionados con diversas formas de acción política, armada, gremial, cultura o intelectual. Es un desafío volver asible esa complejidad mediante la producción de conceptos menos abarcativos, categorías intermedias y adecuadas a la escala estudiada.2 En nuestro caso, por ejemplo, resultó útil la noción de “NI universitaria” en la medida en que permitió nombrar un conglomerado de grupos que, abrevando en tradiciones políticas novedosas pero diversas (y también divergentes entre sí), actuaron juntas, en La Plata y durante 1964-1966: ex comunistas influenciados por la experiencia de Pasado y Presente, integrantes del Malena y MIR-Praxis, estudiantes peronistas más cercanos al mundo de la izquierda que al nacionalismo católico. Esta unidad se desplegó en acciones contenciosas (como las tomas realizadas a raíz del Plan de Lucha de la CGT y en apoyo a una huelga de trabajadores de la UNLP) y en las contiendas electorales para disputar los espacios de poder estudiantil a una corriente reformista identificada como conservadora. Y si bien en un plano organizativo debemos hablar de experiencias con fuerza cuantitativa media, su visibilidad era insoslayable. Pues sí constituyeron propuestas novedosas en términos ideológicos, esto es, con fuerza en sus ideas: la reivindicación de la acción directa; la articulación con el sindicalismo peronista y el fuerte respaldo a Cuba llevados a la universidad; la reinterpretación del reformismo y las tareas “universitarias”. Este último es un punto clave pues estamos hablando de un conglomerado de actores que, en la universidad, logró articular demandas del territorio (gremiales o corporativas), novedades políticas y banderas extrauniversitarias con una interpretación propia de la Reforma Universitaria (a través de la cual, por ejemplo, participaba de las contiendas electorales sin desestimarlas).
Un tercer punto de debate es la relación de la NI con las “clásicas” tradiciones de izquierda y con el peronismo. En ese marco, uno de los puntos que ha suscitado posiciones divergentes es el vínculo de la NI con un Partido Comunista que no perdió peso político, ni quedó ajeno a procesos y debates típicos de la época. Martín Mangiantini acierta en este punto, cuando señala que muchos de los rasgos relevantes de la NI argentina pueden encontrarse también en la historia del PC de ese país: entre ellos, la influencia de la “cuestión peronista”, insoslayable a la hora de definir tácticas, posiciones públicas y orientaciones oficiales. Cuando de analizar las derivas del PC en los 50, 60 y 70 se trata, dicho impacto tiene una relevancia difícil de ignorar. Ahora bien, no se trata exclusivamente de las repercusiones intrapartidarias, ni de alianzas tácticas desplegadas. Por caso, la UCR también se vio trastocada por el peronismo (de hecho se fracturó al calor de ese tema y otros) pues era el dato del campo político argentino de la época. El punto es las formas que asumió ese impacto: la NI engloba experiencias rupturistas, que crearon un campo de militancias nuevo, bajo nuevas premisas. Aquellas experiencias encarnaron una revisión del peronismo de otro tipo, con impronta generacional y cubana que lo colocaba, no sólo como aliado electoral (ahora de izquierda y “disponible”), sino en el lugar de movimiento nacional de liberación. Por otra parte, se señala que el PC también se vio atravesado por la adopción de la violencia revolucionaria, aludiendo a sus grupos clandestinos de defensa o incluso a la participación en algunas acciones armadas. Pero el PC no hizo de ello un elemento estratégico y la tensión democracia/revolución horadó la interna partidaria. Más ampliamente, y como ha dicho Laura Prado Acosta (2014), esa disputa sobre la definición del modo en que se llevaría a cabo la revolución marcó a fuego la diferenciación entre “nueva” y “vieja” izquierda (no solo en Argentina) expresando además transformaciones profundas en las expectativas de las militancias juveniles que se alejaron de las estructuras del PC.
Otra cuestión tiene que ver con el peso de los actores, esto es, el lugar político del PC en el campo de las izquierdas y, en particular, en relación con grupos que encarnaron experiencias de NI. Esto merece una atención también. Por ejemplo, la uruguaya Vania Markarian (2012), al analizar la emergencia de la NI y la cultura juvenil en el movimiento estudiantil del vecino país, terminó concluyendo que el PC había sido un actor de peso en las protestas universitarias de 1968 y en los cambios culturales que renovaron las prácticas de los y las jóvenes; y que las distinciones con que pensar los actores debían ser menos tajantes. También para Argentina, Cristina Tortti trabajó sobre la revista Che y otras publicaciones donde la renovación y la “impaciencia” encontraban a jóvenes de diversas militancias, la comunista entre ellas. He observado que, para el caso del movimiento estudiantil de La Plata de los tempranos 60, las experiencias que integraban la NI no actuaban tan lejos de los grupos comunistas, aunque en buena medida fueran fracturas o alejamientos propios. No había lugar para ello. Las divergencias políticas e ideológicas convivían con alianzas y/o una participación conjunta en acciones de protesta (las tomas contra la invasión a Santo Domingo en 1965), de reivindicación gremial (las luchas por el presupuesto durante 1962-1966), dadas de acuerdo a las lógicas propias del territorio, la universidad. Es difícil generalizar en este aspecto: estudios situados podrán decirnos qué tipo de relaciones y alianzas se tejían entre las “nuevas” y “viejas” izquierdas; cómo convivían si es que lo hacían; y de qué tipo fueron los impactos reales de aquellos cambios en las ideas.
En otro orden, un debate en sí mismo está dado por la inclusión de la izquierda peronista dentro de la NI. Sin dudas, tal como dice Sergio Friedemann, difícilmente se comprenderían las luchas sociales y políticas de los 60 y 70 si nos quedara por fuera del análisis ese ala del movimiento peronista. También Cristina Tortti (2014, pp. 1-2) ha dicho que la noción de NI argentina poco puede explicar si no se toma en cuenta que incluyó como uno de sus ingredientes principales la radicalización del peronismo y el surgimiento de sectores que, en el seno del movimiento, repensaron sus históricas banderas desde una perspectiva de izquierda y socialista. La experiencia del peronismo universitario de La Plata difícilmente pueda comprenderse si no es desde aquí. Nos referimos al caso de la FURN (Federación Universitaria de la Revolución Nacional) que, surgida en 1965, agrupaba a estudiantes peronistas, influenciados por John W. Cooke, y actuaba dentro de aquel conglomerado que llamamos la NI universitaria. Tal como se ha dicho antes, poco se comprendería de las luchas sociales y de la radicalización de los y las jóvenes de La Plata (universitarios pero no únicamente) sin atender al surgir de la FURN, en la universidad y en el seno del movimiento peronista de la ciudad. No solo porque formaba parte de las acciones, directas e institucionales, que arriba mencionamos, sino también porque su composición expresa toda la complejidad y renovación de la época. Sus orígenes refieren a la izquierda y no al cristianismo o al nacionalismo de derecha: confluyeron en la FURN jóvenes estudiantes de tradición peronista, estudiantes latinoamericanos influenciados por Cuba y Cooke, pero también quienes a comienzos de los 60 se alejaron del comunismo.
A modo de cierre, algunas ideas que intentan sintetizar lo dicho. Desde posiciones e investigaciones variadas promovemos la idea de la NI como un enfoque, una forma no violentológica de mirar la historia reciente,3 sin desconocer que, estrictamente, la categoría nombra actores y posiciones con algunos puntos en común: la ruptura con tradiciones militantes clásicas (el peronismo, las izquierdas, el catolicismo); el intento de renovar dichas tradiciones al calor de Cuba; y la defensa de la violencia política revolucionaria como modalidad de acción legítima. Decimos que también habilita preguntas sobre ese pasado e ilumina procesos, a veces “oscurecidos” por las lecturas dominantes. Como decíamos arriba, los inicios del campo de estudio sobre la historia reciente argentina y los primeros debates en torno a los 70 estuvieron orientados por lo que algunos han llamado la “estrategia democrática”, que tuvo dos notas salientes: el tratamiento de la violencia política como descripción total de la época; y una impronta normativa, a partir de la cual esa violencia fue vista como un indeseable, como “desmesurada” e “irracional”. Paradójicamente, una de las premisas de la NI como enfoque dice que circunscribirnos a las organizaciones armadas para pensar todo ello conlleva una desatención sobre otras formas de hacer política que contienen, preceden o explican la vía armada. Es decir, sobre quienes no adoptaron esa vía o actuaron en otros espacios, sindicales, barriales, culturales o institucionales. Y el mundo universitario de los años 60 es un ejemplo notable de ello, donde la NI tuvo inserción específica, no reductible a la propaganda armada ni a los discursos exclusivamente políticos (sean estos de contenido peronista, socialista, o ambas cosas). No se trata solo de pensar qué partido cuaja o no en el concepto. Se trata de abordar la época sin invisibilizar: a) las rupturas ideológicas, políticas y generacionales; b) a quienes dieron densidad al ciclo de protesta social, así como a las diversas formas de hacer política desplegadas por ellos. Las disputas en el ámbito de la cultura, en el movimiento sindical, la politización de las profesiones, los reclamos gremiales en las universidades y las resignificaciones del reformismo, todo ello hizo a una sociedad movilizada en diversos ámbitos y de varias formas que, quienes queremos comprender esa época, precisamos observar, nombrar, comprender.
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Izquierda peronista y nueva izquierda
En la bibliografía académica sobre los procesos de radicalización política argentina de los años 60 y 70 es recurrente el uso de la categoría de “nueva izquierda” (NI). Más allá del significado del término, cuestión sobre la que volveremos, no es posible ignorar que desde mediados de los años 50 diversos grupos político-intelectuales del hemisferio norte comenzaron a nombrarse a sí mismos como new left, movimiento que se extendió y pareció alcanzar la cima en mayo del 68. Lo hicieron a partir de búsquedas por diferenciarse de lo que consideraban la vieja izquierda y sus partidos. 1956 marca para sus protagonistas un quiebre: el informe “secreto” de Kruschev que dio a conocer los crímenes de Stalin, la invasión franco-británica al canal de Suez tras su nacionalización por Nasser en Egipto y la revolución húngara aplastada por tanques soviéticos, son sucesos que habrían empujado a marxistas franceses y británicos a formar una NI, experiencia replicada en los Estados Unidos.4
Se trató de diferentes grupos intelectuales –nucleados sobre todo alrededor de revistas políticas– que comenzaron a plantear una “tercera corriente socialista” (Bourdet, 1957) o “tercera posición” (Hall, 2010), diferente tanto del reformismo socialdemócrata como del estalinismo. Un espacio intelectual heterogéneo con intenciones de articulación política casi nunca lograda. Pero había elementos que los acercaban. La oposición al dogmatismo y el determinismo económico de la ortodoxia soviética impulsó la revisión del marxismo, favorecido por el hallazgo de obras desconocidas de Marx, como los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, disponibles a partir de esos años en varios idiomas. Siendo parte de la tradición marxista, la new left se vio más propensa a recibir aportes de otras tradiciones como el nacionalismo, el laborismo, el catolicismo, pero también del psicoanálisis, del humanismo, del existencialismo y del feminismo. Rupturas con la “izquierda tradicional” nutrían a aquella que se autopercibía como la NI.
El marxismo humanista fue una de las principales corrientes de la época. Y frente a él iba a reaccionar Louis Althusser con la reivindicación de un marxismo científico explícitamente “antihumanista” (2011 [1965]). Los humanistas rescataron algunos aspectos de la filosofía hegeliana, los escritos del joven Marx –sobre todo el concepto de alienación– y los cuadernos de la cárcel de Gramsci, entre otros textos que no formaban parte de los principales estantes de la biblioteca soviética. Althusser sostuvo que el joven Marx no tenía mucho que ver con el autor de El capital, mientras los humanistas señalaron las continuidades por sobre las rupturas. El debate intelectual de izquierdas vivía un “renacimiento”, del cual lo aquí esbozado constituye una aproximación mínima.
La revisión y renovación del marxismo fue un fenómeno mundial, y la noción de NI podía comenzar a cuadrar en todos aquellos grupos políticos y experiencias de las izquierdas que no adherían a la ortodoxia, ya sea porque las particularidades de cada país requerían una revisión de la “cuestión nacional”, o simplemente porque los partidos tradicionales sufrían rupturas en función de críticas internas que no encontraban el modo de encauzarse sin fisuras. Pero uno de los principales impulsos para este fenómeno fue la caída de la hegemonía soviética dentro del mundo de las izquierdas, a la cual contribuyó la ruptura con China. Las revueltas obreras y estudiantiles de la década se sucedían más allá de la influencia de la URSS, que en algunos casos se ocupó de reprimirlas. Fue tal el grado de internacionalización del fenómeno del 68, que cruzó dos conjuntos de fronteras globales: aquella que separaba a países centrales de países dependientes, pero también la que distinguía entre países socialistas y capitalistas.
Algunas aproximaciones con el caso argentino son evidentes. Una de las características de la NI “del norte” fue que miraba hacia lo que se empezó a llamar Tercer Mundo. Y en Argentina hubo quienes llevaron adelante un esfuerzo intelectual por mostrar que el país era parte del espacio tricontinental compuesto por América Latina, Asia y África (Manzano, 2014). La Revolución cubana impactó a unos y otros. Lo que Eric Hobsbawm llamó en retrospectiva un “giro populista” de la clase media, en Argentina se percibió como giro a la izquierda, “nacionalización” y “peronización” de los sectores medios. Las juventudes aparecían como actores políticos con fuerza propia y las páginas de los diarios comentaban una inédita ruptura generacional. Estudiantes, intelectuales y obreros protagonizaron ciclos de protesta, mientras se desarrollaban organizaciones guerrilleras, procesos de descolonización y “movimientos de liberación nacional”. El Cordobazo del 69, aunque con diferencias, parecía insertarse en el movimiento global comenzado un año antes.
Los modos en que estos fenómenos de escala trasnacional impactaron en cada país variaron. La recepción de la Revolución cubana, la persistencia del peronismo proscripto, las transformaciones del mundo católico, el surgimiento de organizaciones de izquierda armadas, entre otros sucesos, hicieron de la llamada NI argentina algo posible de ser analizado en sí mismo. Pero no es prudente dejar de lado sus conexiones con la historia global en plena Guerra Fría.
Otro punto a considerar es que en Argentina no resultó para nada generalizado el uso de la categoría de NI por parte de los actores. En ocasiones se la utilizó de manera despectiva. En otras, mirando la experiencia extranjera. Y en muy pocos casos fue asumida por grupos que no cuadraban en las definiciones que la bibliografía ofrece. Si bien es cierto que las izquierdas atravesaron debates y polémicas en torno a la posibilidad de renovarse, y que las búsquedas se daban con frecuencia en una actitud de contraposición a los tradicionales partidos comunista y socialista, estamos ante una categoría cuyo uso académico para el caso argentino resulta centralmente analítico, aunque tenga un origen nativo de otras latitudes. Esto no implica, a priori, ningún escollo. Que NI no fuera una noción escogida por los propios actores para identificarse en nuestro país, no es motivo para impugnar su validez analítica.5 En todo caso, es la falta de distinción entre usos nativos y analíticos la que en ocasiones obstaculiza un mejor entendimiento entre enfoques y perspectivas divergentes. La cuestión que aquí me gustaría recuperar es, en cambio, hasta qué punto resulta fructífera la noción para nombrar a un conjunto heterogéneo de actores, y quiénes habrían formado parte de él. En particular, me interesa observar si en los empleos analíticos del concepto de NI está contenida la izquierda peronista o si se la considera en cambio un actor externo a ella.
Es posible identificar al menos tres usos epocales de la categoría de NI en las investigaciones sobre los procesos de radicalización política de la Argentina de los años 60 y 70. En los años 80, trabajos pioneros como los de Claudia Hilb y Daniel Lutzky (1984) han afirmado que son la lucha armada, la violencia y la guerra los elementos que permiten delimitar a la NI en contraposición a la vieja izquierda partidaria. Esto sería lo nuevo de ciertas izquierdas en los 60: el medio para acceder al poder. Entre las guerrillas se incluyen, claro está, aquellas de identidad peronista.
Al comenzar los 90, Oscar Terán (2013 [1991]) y Carlos Altamirano (1992) utilizaron la noción de NI intelectual para referirse a la producción teórica, el trabajo editorial y la participación política de figuras y grupos intelectuales cuya contraposición a la izquierda tradicional provenía de una “situación revisionista”, centralmente respecto del peronismo, pero también por la incorporación de enfoques marxistas más heterodoxos. Fue explícita en estos autores la inclusión de revistas, grupos e intelectuales de identidad peronista como parte de la NI.
A partir de finales de los 90 y comienzos de los 2000, tomando como punto de partida las tradiciones anteriores, se va cristalizando un uso del concepto que lo amplía y que a su vez brinda un marco interpretativo a un conjunto de investigaciones actuales que se insertan en esta tradición académica. Con el término NI se busca nombrar a un extenso conjunto de experiencias políticas e intelectuales de izquierda “no tradicional”, en algunos casos adhiriendo a la lucha armada y en otros no. El apoyo y el entusiasmo generado por la Revolución cubana sería una de sus principales características, junto con la relectura del fenómeno peronista, crítica de cómo la izquierda lo había juzgado durante su primer gobierno. De ese modo, la NI es concebida como un “conglomerado” de fuerzas sociales y políticas que encabezó el ciclo de protesta social contra la dictadura (1966-1973), un conjunto heterogéneo cuyo “lenguaje compartido” y “estilo político” le otorgaba “cierta unidad de hecho”. A pesar de su heterogeneidad, su despliegue permitiría visualizarla como un “movimiento social” o un “actor político” (Pucciarelli, 1999; Tortti, 1999, 2009 y 2014). Se habría expresado en las organizaciones guerrilleras, en la unidad obrero-estudiantil alrededor de la CGT de los Argentinos y del Cordobazo, en nuevos modos organizativos en las universidades, en rupturas dentro de los partidos de la izquierda tradicional, en revistas político-culturales, entre otras experiencias.
La inclusión de la izquierda peronista dentro de ese entramado resulta por momentos manifiesta. Pero cuando se intenta abordar a la NI como conjunto, como actor con cierta unidad, se afirma de manera más o menos explícita una relación de exterioridad respecto del peronismo, e incluso de su ala izquierda. Para ejemplificarlo, sintetizo algunas de las afirmaciones presentes en la producción académica contemporánea:
1. Dado el protagonismo que la NI tuvo en el ciclo de protestas contra la dictadura (1966-1973), debe ser considerada un actor de importancia equivalente a la de las Fuerzas Armadas, la guerrilla y el peronismo (Pucciarelli, 1999).
2. Cuando se produce el llamado a elecciones, la NI no logró constituirse en una alternativa política al peronismo y a las organizaciones armadas, quedando afuera del juego político (Tortti, 1999).
3. Las reconfiguraciones y transformaciones ideológicas que dan lugar al surgimiento de la NI argentina son “similares” a las que suceden en otras tradiciones, entre ellas la del peronismo (Tortti, 2009).
4. Surgieron en la misma época organizaciones de la izquierda peronista, o del peronismo revolucionario, aliadas a la NI o que articularon con ella (Pis Diez, 2020).
5. Existió cierta ambigüedad política dentro de la NI, en tanto una porción sustancial de ella formaba parte, en simultáneo, de otro campo político: el peronismo; tenía una doble pertenencia (Tortti, 1999) o quedó atrapada entre dos lógicas, la populista y la de la nueva izquierda (Tortti, 2014).
Estas enunciaciones indicarían que la izquierda peronista, aunque estaría vinculada, no sería parte de la NI. O bien lo sería de manera ambigua, no genuina. Sin embargo, como ya se dijo, numerosas indagaciones sobre casos particulares parten de esta matriz interpretativa para ubicar dentro de la NI a agrupaciones universitarias, organizaciones armadas, revistas político-culturales, grupos intelectuales e incluso experiencias de gobierno protagonizadas por diferentes expresiones de la izquierda del peronismo.
Se podría inferir que la categoría de NI transita por dos carriles diferentes que no siempre resultan compatibles. Cuando se la analiza conceptualmente, para afirmar su validez analítica en referencia a un conjunto de grupos y actores, se revela la necesidad de diferenciar a ese entramado respecto de aquellos que actuaban dentro del peronismo. Pero cuando se analizan casos particulares, se observa que todo lo que parece definir a la NI también es válido para la izquierda peronista.
La propuesta de no evadir el origen europeo y trasnacional del concepto a partir de mediados de los 50, y su posterior extensión alrededor del 68 global, tiene que ver con que muchas de las características que acompañaron a esa experiencia se presentan como elementos constitutivos de la llamada NI argentina, pero lo mismo podría decirse de la izquierda peronista: fracturas en los partidos tradicionales, experiencias intelectuales y culturales de una izquierda crítica de la doctrina soviética (bajo el influjo de la idea sartreana del intelectual comprometido), una mirada descolonizadora atenta a lo que se empezó a llamar Tercer Mundo, confluencia del marxismo con otras tradiciones como el nacionalismo, el humanismo, el existencialismo y/o el catolicismo, el surgimiento de un cristianismo revolucionario, las revueltas estudiantiles y una fuerte ruptura generacional. No es posible negar que variantes argentinas de esos fenómenos confluyeron alrededor de la conformación de la izquierda peronista, aunque no exclusivamente en torno a ella.
¿Tenía la izquierda peronista una doble pertenencia o somos los intérpretes quienes colocamos dos rótulos diferentes a un mismo entramado? Disputaba poder en el peronismo y actuaba hacia fuera como todo espacio político. En todo caso, algunas expresiones de la izquierda peronista articularon o tejieron alianzas en determinados territorios con otras agrupaciones de la nueva y de la vieja izquierda, como observa Nayla Pis Diez para el caso del movimiento estudiantil platense. La izquierda peronista podía viajar a Cuba a practicar tiro con otras izquierdas y sacar revistas con ellas. También podía aliarse con el Partido Comunista en un frente universitario. Eran peronistas que se relacionaban con otros espacios políticos que, sin ser peronistas, también querían construir algo que llamaban socialismo.
Es dudoso que la NI haya estado “a la vanguardia” de la lucha contra la dictadura a finales de los 60 si no incluimos allí a la izquierda peronista. Pero si las fracciones de izquierda del peronismo sí formaban parte de ella, tenemos entonces un gran sector de la NI que no quedó fuera del juego de opciones políticas hacia 1973. Lo que sucedió, en cambio, fue que la heterogeneidad de la NI se hizo valer cuando la dictadura llegó a su fin. ¿Era la NI un actor político, con “cierta unidad”? ¿O es un nombre que designa a una extensa variedad de actores que en pocas ocasiones actuaron de manera articulada?
En este punto, me remito al aporte de Martín Mangiantini en estas mismas páginas. Si bien la categoría puede ser fructífera para analizar casos particulares como el Partido Socialista Argentino de Vanguardia o las Fuerzas Armadas Revolucionarias, se torna problemática la extensión de su definición a la hora de analizar un sinnúmero de experiencias insertas en la tradición y cultura de izquierdas que se distanciaron por motivos diversos de la izquierda partidaria tradicional. Incluso ciertas reconfiguraciones del comunismo durante el mismo período, como observa el autor, invitan a una mayor cautela a la hora de observar este tramo de la historia argentina bajo el prisma de la díada nueva izquierda-izquierda tradicional.
A partir de la problematización de la categoría en el campo académico, a la cual este debate intenta contribuir, se insinúan en algunos trabajos recientes ciertos desplazamientos que podrían continuar y profundizarse (González Canosa y Stavale, 2021; Pis Diez, 2020). La NI sigue siendo considerada, a partir de las premisas antedichas, como un “magma” o “conglomerado” de fuerzas, pero el foco parece correrse hacia la idea de heterogeneidad antes que a la de unidad. Puede que la NI deje de ser considerada un actor (en cuya composición el lugar de la izquierda peronista no resulta siempre igual de claro), para ser abordada como una red laxa cuyos vínculos no fueron suficientemente sólidos para constituirse en sujeto político. Este posible corrimiento se ve acompañado por otro elemento igualmente estimulante: se resalta la producción académica sobre la NI como un enfoque y no como un término que nombra a un objeto más o menos uniforme. Como una matriz de interpretación que busca diferenciarse de aquellos estudios que hicieron de la violencia política la variable privilegiada para estudiar la época. Tal vez, la idea de una red amplia y heterogénea de espacios que se acercan y se alejan de forma variable permite ubicar con mayor facilidad a la izquierda peronista dentro de ese entramado. En ese caso, se podría afirmar sin reservas que, en 1973, una porción significativa de la NI, pero también de la izquierda tradicional, no solo no quedó afuera del juego político, sino que albergó ciertas ilusiones en el proceso inaugurado con la llegada de Cámpora a la presidencia. Aunque había disputas para dar, era para esos sectores un momento significativo en la construcción de la “patria socialista”. El resultado era incierto, más allá de cómo jugara, en cada caso particular, la tensión dialéctica entre el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad.
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1. Si bien excede este ensayo, también es factible de revisión la periodización comúnmente utilizada dado que la ubicación de una nueva izquierda desde finales de los años 60 en adelante, omiten toda una serie de debates cuyas temáticas (por ejemplo, la ubicación ante el peronismo) atravesaron directamente a diversos actores, generando virajes y reorientaciones trascendentales en sus nociones (las derivas de Rodolfo Puiggrós desde el comunismo al peronismo, la experiencia del trotskismo devenido en “socialismo nacional” de Abelardo Ramos, el recorrido teórico de Silvio Frondizi, la ya mencionada experiencia entrista del morenismo, son experiencias destacables preexistentes al período abierto por el Cordobazo).
2. Friedemann, al trabajar sobre la izquierda peronista, observa lo problemático de aunar diversas experiencias, motivos de alejamientos y rupturas en el peronismo y hacia la izquierda. ¿Cómo aprehender tantos puntos de fuga? Es un desafío, sin dudas. En un trabajo reciente, Mora González Canosa y Mariela Stavale (2021) han dado un paso hacía allí definiendo conceptos mediadores para nombrar y abordar esa diversidad: “cauces de radicalización política”, “estilos de peronización” o de “izquierdización del peronismo” contribuyen según ellas a diseccionar cómo se acercaron al peronismo quienes provenían de las izquierdas o del catolicismo; qué concepciones sobre el rol de Perón o sobre la violencia revolucionaria se sostenían. Ellas también trabajan con la idea de “mirar hacia los costados” para visibilizar nexos (exitosos o fallidos) entre lo social y el político.
3. Quien nombró el desafío de construir un análisis “no violentológico” de nuestro pasado reciente fue Omar Acha (2012), hace ya casi una década. Su escrito incluía una breve lista de desafíos que fueron, de varias formas, actualizados. Uno de ellos proponía realizar un cuestionamiento a la “excepcionalidad” nacional en los procesos de rupturas y radicalidad política. No vamos a ahondar aquí en ello, pero cabe decir que, más recientemente, autores como Eric Zolov y Aldo Marchesi han propuesto algo similar, esto es, la comparación y el enfoque transnacional sobre los procesos de radicalización que siguieron a la Revolución cubana; ambos encuentran en la noción de NI una llave para ello. Es una línea de desafíos y trabajos pendientes también.
4. Al respecto, se pueden consultar Bourdet (1957), Hall (2010), Hobsbawm (2013), Wright Mills (1960), entre otros.
5. En efecto, consideramos útil y válida la categoría de “izquierda peronista”, que tampoco fue escogida mayormente por los actores que formarían parte de ese espacio heterogéneo.